11. Zum-balús y AGUR

Esta entrada  final voy a dedicarla a sostener la necesidad  del advenimiento de la III República y a analizar las causas del fracaso de las dos experiencias republicanas, repartiendo yoyas tanto al desconcierto cantonalista como  a las derecha accidentalista y a las izquierdas de retórica revolucionaria. ¡Susto! Que no, coño, que la cosa va del Balús. Les aviso a ustedes de que este último post me ha quedado bastante extenso y un pelín sombrío. Pueden ustedes ir leyéndolo por tramos, no leerlo, mirar sólo los dibujos que es lo que he hecho yo toda la vida,  o esperar a que saquen la película ( si ya han visto «Yo soy la Juani» y «El pianista»  de Polanski, tampoco esto será necesario).

Balús  es una red que interconecta a los miembros de una especie de komitern épsilon dominado  por los apparatchik del  CCCP CPPP: Canis, Puticas, Pajilleros y Peluqueras. Yo estoy allí porque tengo un poco de todo ello. Allí haces un casting y obtienes un reclutamiento como para grabar veintiocho temporadas de El diario de Patricia y mano de obra para ocupar las cajas de todos los Eroskis desde Arrasate al otro confín. También hay un ratio de Sheylas (¿cómo coño se escribe eso?) y  Vanessas (esto ya sí, así escrito, con dos eses)  muy superior al obtenible en el registro civil. Asimismo,  llama  la atención lo extendida que está allí la confusión entre el «haber» y el «a ver», entre el «hay» y el «ahí»,  e incluso diría que entre el  «ahí» y un bocata de chóped.  Alguna vez,  he llegado a pensar que los sátrapas que montaron esa red tenían en mente llevar a cabo algún tipo de oscuro objetivo inspirado en teorías social-darwinistas. Se trataría de  ensanchar las brechas sociales mediante la promoción de la endogamia entre los canis y, de esta forma, indirectamente,  galvanizar  a los sectores alfa y beta de la población para que  alumbren al Nuevo Superhombre del Futuro. O puede que el objetivo fuese justo el contrario: frustrar la llegada del Superhombre contaminando a estos segmentos sociales alfa y beta  mediante la promoción de  su cruce con los de categoría épsilon. Bueno, me imagino que, por encima de todo, los capos de esa red lo que quieren es hacer pasta, pero que no tienen idea buena, sea ésta la que sea, es cosa segura.

En cualquier caso, es una almadraba de maldad y perversión. No estoy hablando  del mal con respecto a fines ni de conflictos teleológicos a resolver por lumbreras moralistas con cátedra universitaria. Yo hablo de ser peor que malo. Me refiero al pecado. A tener puro vicio. Estoy aludiendo a  gente a la que le huele el ratón del ordenador como  un plato de cáscaras de langostinos del día anterior. Yo hablo del tío ese que se frota las manos en el ascensor de su casa pensando: «jo,jo,jo qué paja me voy a hacer ahora mismo». De ése y no otro. Ése es el que lleva dentro a Satán.

-Estado del teclado de un usuario baluliano

Mientras, en esta ruleta rusa,  me llega el momento de toparme con Maria Antonia Iglesias o cualquier otra que no te follas ni con la polla de otro, cuando  esperaba ilusionado encontrar a  Pilar Rubio, sin más preámbulo,  aquí va mi friki-ranking baluliano:

1. Escarlata O´Hara.
Escarlata no es que fuera fea, pero tampoco era guapa. No le favorecía mucho ese corte de pelo a lo Calimero que bordea la delgada línea que separa a una parisina sofisticada y cool de una profesora de euskera afiliada a LAB que tifa por el feminismo cortapichas. Nos sentamos en la terraza de un bar y la tipa, entre vino y vino,  no paró de darme la barrila desde el minuto uno con sus problemas con sus amigas. Intenté meter baza varias veces para cambiar de tema, pero ella me interrumpía constantemente. Creo que hasta llegué a ponerle mala cara. No sé si me habló de algo más porque al de unos minutos desconecté y me dio por concentrarme  en el bocata de lomo que me iba a cenar después. Le dije que me tenía que largar y el breve camino que había entre el bar y el portal de su kelo, lo recorrimos echando un duelo de manos: ella intentaba coger la mía mientras yo, astutamente, en la corta distancia que nos separaba, hacía movimientos tácticos para evitar la suya. Creo que así inventamos una nueva modalidad  deportiva entre la esgrima y el juego de piedra, papel o tijera. Al llegar al portal me invitó a subir pero decliné con diplomacia  la oferta.-«¡Ponemos música y eso! ¡Y bailamos!»-. Sí, con tu puta madre, pensé.  Fue en ese instante cuando ella se paró en seco y lanzó al cielo un lamento desgarrador: ¡Otra vez me vuelvo a casa borracha y soooola!. Ya sé que es como para descojonarse, pero entonces  no pude saborear el momento tanto como a mí me hubiera gustado debido a  esa ligera tensión que se siente cuando es uno, inopinadamente y no al revés, quien debe dar largas y hacer la chicuelina ¿Qué esperaba esa tía? ¿Que el firmamento se tiñese de un tono rojizo mientras arrojaba sus imprecaciones, para dar paso a un fundido en negro? Esa exclamación se me quedó grabada en la puta mollera con letras de mármol. No te jode, borracha y sola, dice. Como la mayoría de la gente que conozco y yo mismo. La historia de nuestra vida, al fin y al cabo, y nadie hace una tragedia griega de ello.

2. Cosica chiquitica, ¡ay, chiquitiiiica!

«Cosica chiquitica, ¡ay, chiquitiiiica!» era una tía pequeña pero muy guapa. Habíamos acordado  una suerte de  pacto no escrito mediante el cual definíamos nuestra relación en los términos de lo que podemos catalogar como folla-amiguismo. Sin embargo,  había días en que «Cosica Chiquitica, ¡ay, chiquitiiica!», me ponía la puta cabeza como un bombo,   pues lo suyo era abrir, sin darme yo ni  cuenta, discusiones propias de una pareja convencional. Las discusiones se iniciaban por el motivo más absurdo que pueda uno imaginarse. Una vez, empezó a abroncarme porque, mientras hacíamos cola a la entrada de un museo, yo me eché a un lado para fumarme un piti junto a un cenicero que había en un extremo de la escalinata previa a la entrada. Por lo visto, había tomado la malvada decisión de alejarme de ella, de repudiarla, e incluso, de vomitarle en la cara. En su momento, yo no entendía absolutamente nada. Con el tiempo, he concluido  que seguramente yo tendría mi parte de culpa por acción o, más probablemente, por omisión. Recuerdo una ocasión en la  que, estando en su casa, ella empezó a abrir fuego con su táctica tocacojonera y le dije con aire de fatiga que no estaba de humor para una nueva batalla psicológica, que me largaba a mi casa. Entonces, se levantó del sofá como una centella y me cerró con llave la puerta. Tuve que salir de allí  saltando por el balcón (no me hizo falta utilizar mi disfraz de Batman, ella vivía en un bajo). Otro día me amenazó con ir a mi portal y tocar los timbres hasta dar con el de mi puerta. Después de aquello, las veces que me han traído en coche, he optado por decir que me dejen en mi «nuevo portal», justo  en la perpendicular a mi calle. Tenía tan interiorizada esta  estrategia que un día que el colega Dr Bustínzaga me trajo a casa en coche, a punto estuve de decirle que me dejara  en esa calle. Otra vez, mientras me desperazaba en la cama, me arreó un pisotón en el espinazo, aunque no recuerdo bien el motivo.
3. Alitas de pollo/la novia cadáver
Esta tía vivía en un pueblo de la Vizcaya profunda. Después de un poteo llegamos a su casa y al final llegó la hora de conocerse, bíblicamente hablando. Mientras la acariciaba pude notar que tenía el culo como un globo pinchado, y al llegar  a las piernas empecé a pensar que se  había metido dentro de la cama con unas muletas. Después se colocó a horcajadas sobre mí y llegó el horror. Con la habitación en penumbra, su cara, ligeramente iluminada por la blanca luz procedente de las farolas de la calle que penetraba por la persiana,  era la más pura representación del terror. En ese momento,  ella no podía contrarrestar el efecto  con su anaranjada capa de dos centímetros de  pote aplicada con el paint partner, ni con prendas holgadas. Sobre mí tenía a la novia cadáver. Mi jeto debía ser un poema porque ella empezó a preguntarme, mientras  se señalaba a su propio cuerpo,  si le estaba mirando tal o cual hueso. Para colmo, sus tetas operadas sobresalían de manera desagradablemente artifical formando unas extrañas  arrugas sobre el esternón. Yo opino  que las tetas operadas, la homeopatía, el Olentzero y el Premio Planeta,  en realidad son los padres.  Supongo que unos estudiantes de medicina podían haber dado unas clases de anatomía práctica allí mismo, pero yo, aunque no lo parezca, siempre he sido más de letras. Después la tía rompió a llorar y comenzó a relatarme una lista de experiencias  traumáticas  que invitaban a pasar un décimo de la lotería sobre el cogote de cualquier miembro del clan Kennedy.  Al día siguiente, cuando me disponía a marcharme, tuve que retrasar  mi partida porque a la tía de dio un ataque de ansiedad. La situación seguro que tendría tintes cómicos para un observador imparcial: yo quieto junto a la puerta con cara de gilipollas preguntando qué coño le pasaba, mientras ella corría de un lado para otro de la casa jadeando como un toro,  buscando urgentemente una caja de pirulas. Al final, conseguí salir de allí y los días siguientes tuve que  torear sus llamadas telefónicas, hasta que empezó a sospechar que quería olvidarme de ella. Lo último que me dijo fue que se había apuntado a un loquero. Imagino que quizá sus problemas no se resolvían solamente matriculándose en un euskaltegi para integrarse mejor en el pueblo, que fue lo que yo le recomendé que hiciera.
– «Ponte cómodo chato, que en cuanto limpie la raba que he dejado en el baño, te voy a dar p´al pelo»
LA NOVIA CADÁVER EN OTRA DE SUS CITAS
– «¿Y qué te gustaría hacer después de cenar, guapa? ¿Una copa, ir a bailar…?»
-«Bueno, yo soy de costumbres fijas, yo es que soy más de echar una buena pota»
4. Minipimer
Esta tipa era más o menos normal, casi en el sentido insultante que puede otorgarse a esta palabra. Lo más destacable de ella es que gastaba maneras de maruja prematura y que solía llamarme «cari», como las mariliendres se dirigen a sus amigos homosexuales y como suelen hacer las camareras de pub con aires de diva (a menudo, estas dos personalidades coinciden). Ya que sale este tema, tengo que decir que a mí, si fuera un sodomita, me molestaría bastante que me tratasen de esa forma, como si fuera un niño pequeño, un retrasado mental o un puto oso de peluche.  Esto a mí no me parece tan diferente del modo condescendiente con el que parte de la progresía blanca americana viene tratando  a los negros, y que en realidad delata  que aquellos siguen viendo en estos unos bichos raros, por mucho que  intenten así lavar sus conciencias. Todo el mundo sabe que hay que dejar a los negros en paz, a su bola,  porque si no te arriegas a que te den  una barrila del copón.
Una vez, Minipimer  me llamó por teléfono para concretar una cita y al inicio de la conversación le pregunté, inocente de mí, si  estaba en la cocina  preparándose  un batido, ya que podía escuchar  una especie de  traqueteo como ruido de fondo. Ella me aclaró que no, que estaba jugando con el único juguete que, contraviniendo el lema publicitario de Toys`R`us, sí existe realmente pero jamás encontrarás en esa tienda (you know what i mean). También me advirtió que si oía algo distante su voz, era porque no podía sujetar el teléfono y debía usar las dos manos para sostener el trasto, pues al parecer, de otra manera, las pilas se le caían al haber jodido la carcasa ( a saber cómo). Bueno, bienvenidos sean la tecnología y el progreso, pero  tuve que decirle que ahorrase energía humana y eléctrica y esperase a la cita, que a mí me había pillado escuchando la Cope.
5. Oin ta erdi 
A Oin ta erdi le faltaba medio pie, y esa carencia le había afectado a la chola. Me invitó a pasar unos días en su ciudad, y allí viví una experiencia horrible, mi pequeño Treblinka. Voy a contar esa aventura con gruesos trazos, de forma chapucera, aunque con ello sacrifique un buen relato ajustado a la magnitud del infierno que yo atravesé. Pasé frío, hambre , soledad y terror a partes iguales. Resulta que la tipa se había echado novio (entonces ¿qué coño pintaba yo allí?),  pero me avisó cuando ya había llegado a su ciudad (obviamente, que te inviten  a pasar unos días no  quiere decir nada, pero garantizo que  el contexto dejaba las cosas bastante claras). Oin ta erdi  era una tipa que se mantenía a base de un estricto régimen de colacao y madalenas de la marca Hacendado (al menos, un día pude disfrutar de la dieta rica en grasaza  en casa de su amiga Urtain, otro bautismo de oro del camarada TovAritz, y que, como ya imaginaréis, hace referencia a que su amiga era más bien  todo lo contrario a una esbelta atleta del equipo ruso de gimnasia rítmica aficionada a tocar el chelo, a la literatura de Proust y a las pelis de Cocteau ); que tenía, entre otros, un trastorno que le impelía a hacer compras compulsivamente, de modo que debía unas cantidades astronómicas a los comercios de varias ciudades, deudas  que su papi le estaba ayudando a apoquinar; que tenía cuenta en feisbus, maispéis, balús, tuentis, tuister, y seguro que también en fluflus, ñuflis, puplis y champlis (aunque estos sitios no existan, fijo que ella ya ha abierto allí su cuenta); que mantenía discusiones absurdas y rebeldewayeras con su amiga Urtain, que lo mismo culminaban con un: «¡Pues agrego  a Pitikli a mi  tuentis porque quiero!»;  que confesaba amar a su ordenador más que a cualquier otra persona en el mundo (así, literalmente, de hecho se llevaba el ordenata de paseo y se enchufaba a él hasta cuando iba de visita a casa de sus amigas, parecía el amigo ese de Charlie Brown que va siempre arrastrando una puta manta); que para disimular su cojera sólo salía de casa para conducir el coche, aunque fuera sólo  a comprar el pan (en realidad no compraba nunca el pan, pero sí, muy bonita la ciudad desde la ventanilla del carro  aquel día, sí, el resto del tiempo prácticamente me lo pasé encerrado en su casa exceptuando algún voltio solitario por el barrio, que dos novelacas me tragué durante mi estancia); que cuchicheaba con su novio por teléfono cosas en clave, mientras yo me hacía el dormido e imaginaba que estaban urdiendo alguna siniestra trama para  desollarme, quitarme el dinero o ambas cosas (sí, inexplicablemente, yo compartía piltra con ella); que se piraba de casa avisándome de que volvía en un momentillo, pero  luego regresaba al de horas sin que yo supiera exactamente qué cojones tenía que hacer (vale, que haga lo que quiera, pero si iba a tardar cinco horas en regresar, no habría estado de más saberlo)…
Bueno, todo lo anterior me ha vuelto a quedar como un poema de Gingsberg, pero es que necesitaría horas y una blogñiga entera para narrar las cosas debidamente y al detalle.  En fin, que como no sabía qué cojones pintaba yo allí,  la paranoia se apoderó de mi cerebro espongiforme y llegué a considerar,  muy seriamente, la posibilidad de que quisiera darme el palo. Sin embargo, si eso era lo que había, pensé que  ahí debía aguantar yo para demostrar que estaba todavía más tarado que ella. Duelo de chalados. ¡ Festival de tarados!.  Con dos cojones. A primera hora, cuando me iba a duchar,  tomaba la precaución de meterme en el baño con el dinero y la tarjeta por si toda su estrategia se basaba en desplumarme aprovechando esos despistes. Debido al estrés y el frío que soporté  esos días,  me salió en el labio una pupa de un tamaño que no recordaba desde mis tiempos de exámenes en la universidad. Al final, la pesadilla terminó, llegué a Bilbao, comprobé que nada faltaba en mi maleta y besé el suelo. Esto último no es un tropo ni ninguna otra figura literaria, es que realmente  besé el suelo. Es más,  de buena gana hubiera empezado a tener sexo con las mismas baldosas  o con el cajero BBK de la estación de Termibús, si no llega a haber tanta gente alrededor (y digo gente y no la gentuza que merodea por allí siempre, que no se merece ningún decoro). Terminado aquel infierno, durante varios meses, casi un año,  me estuvo llamando por cada uno de sus cojoscientos números de teléfono. Ésta sí que tardó algo más en olerse que antes aceptaría  un cobro revertido de Curry Valenzuela desde Kiribati.
-«Correcto. Aguarda ahí, majetón, que te voy a dar lo tuyo y lo de tu primo» 
 – Oin ta erdi  dándose un chapuzón en el polideportivo
– Oin ta erdi arreglando  la antena de televisión
De todas formas, tampoco las cosas mejoran mucho en el mundo real, porque aquí fue donde conocí a aquella exprostituta borderline que me arrastró a una espiral de locurón, desorden, aislamiento, falta de higiene, habitación sin ventanas, chucho merodeante que dejaba chorongos por la casa, y que finalmente devino en psicopatía, manipulaciones, acosos telefónicos y otras cosas que mejor no recordar. Últimamente, parece que se ha dado algún paseo por los platós de la tele. Leer a Nietzsche puede ser muy entretenido, pero ponte a temblar como te cruces con alguien que es todo voluntad y apetito de poder.
– «el horror, el horror…» .
  Mira Kurtz, además de un pelmazo, eres un puto lila. Tú lo que estás es chocho. 

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AGUR
Como ya ha pasado el plazo de  treinta días,  abandono esta nave a su suerte. Se trataba de contar pequeñas chorradas que no importan a nadie, sazonarlas con el toque de la casa, y presentarlas potenciando mi tendencia a utilizar una caótica  sintaxis que combina la de un auto de Garzón y la de un subproducto de la LOGSE.  Muchas gracias a los que han tenido a bien pasarse alguna vez por aquí. Si a ustedes les ha divertido esta blogñiga, háganselo mirar. ¡Un saludo, primos!
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10. TARJETA TRAVEL

Ésta es la penúltima entrada de mi blogñiga. La semana que viene llegaremos al  final del trayecto y dejaré esta castaña en estado comatoso,  al pairo del océano internetil. Un zurullo más que se diluye en esta inmensa fosa séptica que es la red. Le dedico la entrada a nuestro amigo Azukitah, un tipo con varias habilidades de las que voy a destacar dos poco conocidas: su maña para hornear pan consesuado- o sea, el pan que respeta esa regla impuesta por consenso social según la cual toda barra o bollito debe tener unas hendiduras en su superficie- y su capacidad para dar instrucciones precisas y concisas para ayudarte a salir del baño de un bar en el que te has quedado encerrado por accidente.
Yo volvía a casa a las tantas  de la mañana y parecía que el sol, tímidamente, anunciaba la llegada de otro pegajoso día de verano. Sólo  el primer cantar de los pajarillos y  el chirrido de algunas persianas rompían el silencio  de la ciudad alboreante. Qué bonito todo. Su puta madre.  Sigan leyendo, ya, ya. Me detuve frente a  mi portal para mandar un sms a un amigo que, por entonces, solía llamarme a esas horas para saber por donde andaba, con el fin de anunciarle que yo estaba de retirada. De reojo podía ver que avanzando por mi calle, a mi izquierda, se acercaba una tipa. Pensé que sería el típico remanente de los pubs que hay cerca de mi casa. Mientras tecleaba en mi móvil el sms, la tipa se paró frente a mí y, sin previo aviso ni mediar palabra, empezó a sobarme el paquete. Como esas cosas no suceden mucho por aquí, pensé que tendría que tratarse de una puta, y un poco asustado, casi sin apartar la mirada del teléfono, le dije que mejor que se fuera, que se buscara a otro, que no tenía dinero. La tipa se alejó unos pocos metros, pero regresó inmediatamente sobre sus pasos. Volvió a detenerse delante a mí y metió su mano dentro de mis pantalones. Allí me quedé inmóvil y alucinado. Inmediatamente, como si de un truco de prestidigitación se tratara, me desabrochó el cinturón, me bajó los pantalones y, sin cortarse ni media, empezó a ordeñar a mi preciado amigo. Para mí hubiese querido esa  rapidez en otras situaciones en las que la requería con urgencia. Si en algún lugar celebran campeonatos de bajadas de pantalones ajenos, esa tipa debía ser  la campeona del mundo. Bajo mis ojos podía ver una mata de pelo rubio cardado que, a modo de  una maceta de helechos, apenas  dejaba vislumbrar, desde mi perspectiva, un escotazo mamachichero (ya saben, cuando Tele5 era una puta basura entrañable y no la bazofia infecta que es ahora). Estaba tan confundido que no le agradecí el gesto. Además, ni un beso me dio ni nada.  La alarma se encendió cuando me fijé en que sus manos, rematadas en unas largas uñas postizas, parecían más bien las de un currela de La Naval. Fue en ese instante cuando le miré a la cara y caí en la cuenta de que era un travelo brasileño (o de donde fuera, guacanito, en cualquier caso) con la tez muy gruesa y picada como el forro de una pelota vasca. Aterrado y  a pesar de lo bien agarrado que me tenía, logré escabullirme de esa strauss-khanada y entré como una bala en mi portal. A mis espaldas pude escuchar al asaltante exclamar:» ¡Eh, papiiiiiiiiito!». De haberle  dejado continuar con el trabajo, bien podía haber comenzado  a pasarme  su cabeza de una mano a otra mientras le contaba a Julio Médem ante una cámara qué opinaba del conflicto vasco.
Cuando me desperté al de unas horas, me había olvidado por completo del asunto. Hasta que fui al baño a echar el primer pisete del día y noté un ligero escozor en mi sensible amigo  pelón. Ese rasguño que el travelo me había dejado con sus putas uñacas de pega fue como una ducha fría de realidad. Una sensación  de grima y angustia se apoderó de mí y, como esas veces en las que te caes solo por la calle y algo en tu interior te impulsa a contarle  al primer desconocido que te cruzas, la hostia que te acabas de dar, sentí unas ganas terribles de relatarle lo ocurrido a alguien. Necesitaba una dosis  de comprensión piadosa, así que llamé a mi amiga Isa para ver si su abierta y perrofláutica mente capitalina podía calmarme  un poco. Ella empezó a descojonarse-qué coño iba  a hacer, al fin y al cabo, un travelo es un travelo,  aquí y en la China Popular-  y por último me dio la enhorabuena. Si por lo menos la cosa hubiera sido algo menos embarazosa, no sé, algo parecido a lo que le ocurrió a mi amigo A+ (no es que me haya entrado complejo de Standard & Poor´s, es sólo para distinguirlo de A.), que hace ya años se lió con una tía que le llevo a lo oscuro y al día siguiente no se acordaba ni remotamente de su cara, pero sí de lo que había hecho con ella-o ella con él, mejor dicho-  según evidenciaba el mismo escozor matutino. Al menos, su historieta tuvo que ver con alguien nítidamente catalogable en el otro sexo. Sin embargo, en mi caso, las cosas podían  haber empeorado bastante. Eso fue lo que le sucedió al amigo «Z_l_k_n» que, sin enterarse, llegó a enrollarse con un travelo. Implicarse hasta mancharse, como dijo el poeta (aunque al llegar a casa el amigo se pegase una ducha en la que podía haber repasado bajo la regadera la discografía entera de Metallica).  El tío algo comenzó a sospechar  cuando comprobó la fuerza con la que la presunta compañera le lanzaba contra la puerta de un garaje que quedaba a sus espaldas. Claro que se hubiera percatado mucho antes de que había anaconda gato encerrado, si el pedazo de  bulto del  pantalón de su rollete lo hubiese atribuido a que éste guardaba detrás de la bragueta cuarto y mitad de kilo de salchichón salmantino,  en vez de asociarlo con una, supuestamente según él,   notabilísima  inflamación de los labios vaginales connatural a la excitación femenina. Que una cosa es que en esas circunstancias aumente el riego sanguíneo en la zona y otra que llegue a parecer que ellas guarden bajo el pantalón una doble whopper con queso  o un Colt del 44. 
Ésta fue mi experiencia más impactante con el otro-otro sexo. Espero no repetir.  Pero bueno, para una vez que vivo una experiencia así, mi amigo Peter Venkman me acusa siempre de ser un seductor de travelos. Es como si yo le llamara a él puto porque una noche le diera por apostarse en la calle Cortes y a los requerimientos de una patrulla policial, él contestase que estaba allí trabajando, sin más. 
Semanas más tarde coincidí en el baño de un bar de Bilbao La Vieja con otro travelo. Puedo decir que éste me respetó y que conmigo fue un caballero (si ese travelo prefiere recibir trato de mujer que se lo hubiera pensado mejor al escoger en qué baño iba hacer sus cosas, que sopas y sorber, no puede ser). En esa ocasión,  cada uno en su turno,  nos dedicamos a vaciar nuestras vejigas y fin del asunto. Cuando terminé recuerdo que el travelo se dirigió  a mí con un ligero contoneo para preguntarme: ¿No estoy nada mal, no?. Me ceñí a confirmarle lacónicamente sus expectativas pensando: no, claro, para ser un puto travelo grimoso, supongo que no. Después, ya fuera del baño,  me guiñó un ojo y yo me sentí muy querido. Soy de los que se cisca en el relativismo dominante, de los que no comulga con  el embate posmoderno y piensa-no creé, que es distinto- que la Verdad existe y es Una, aunque ésta se halle rota en pedazos o sea imposible de aprehender en su totalidad.  Sin embargo,  como me limité  a darle la espalda  y a canturrear la absurda canción de Coti  mientras el travelo evacuaba,  perdí la oportunidad de obtener respuesta  a otra de las intrigas  capitales que pueden ayudarnos a desenmarañar los entresijos de esta nueva era  caos, barullo y confusión. No me refiero esta vez al enigma de por qué las poligoneras llevan el pelo frito. Estoy hablando de otra cuestión no menor: ¿los travelos mean de pie o sentados?. Bueno, a la espera estoy de que, ojalá más pronto que tarde, Fernando Savater, Gabriel Albiac, Gutavo Bueno y Javier Sádaba arrojen algo de luz sobre el particular en la mesa redonda de algún paraninfo universitario.
 SI USTEDES SON DE LOS QUE MIRAN DE FRENTE A LA MUERTE APRETANDO LOS LABIOS, DE LOS QUE NO TEMEN AL MAL SEA CUAL SEA LA FORMA QUE ÉSTE ADOPTE CUANDO  SE CRUZA EN SU CAMINO- YA SEA ENCARNADO EN  CARMEN DE MAIRENA O  EN  IVAN CAMPO- PODRÁN OBTENER  UN RETRATO ROBOT APROXIMADO DE MI ASALTANTE SI REALIZAN MENTALMENTE UN CRUCE ENTRE  ESTOS DOS ELEMENTOS. 
LO MÁS PARECIDO QUE HE PODIDO ENCONTRAR HA SIDO ESTO
PD : Hace unos días,  alguien me hizo un comentario sobre actualidad política que valía por todos los análisis de la semana de la escuadra de  apolillados y mojigatos  manieristas vendehumos en nómina de  la factoría Prisa, de los regeneracionistas neolerrouxistas con columna en  El (In)Mundo, de la carcundia carpetovetónica que campa por  La Razón y el ABC, de los editoriales sosainas de El Correo, de  los carlistones paletonazis de Gara, los estirados y  afectados burgueses al pan tumaca de La Vanguardia y  los mongosociatas yeyés de la castaña de Público que tan ilusamente pretenden vender el zapaterismo a los pelochurros (del Deia no digo nada porque si leés este periódico con cierta frecuencia y tienes menos de cincuenta años, es que  eres putero, seguro) .  ¿Se han fijado en las similitudes que hay en la forma de hablar de estos dos tipos?
¿Es que Urkullu está ahí porque los jeltzales buscan un pacto directo con la Corona?
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9. ZUTABE

Relegamos la entrada correspondiente al día de hoy porque la actualidad, lamentablemente, nos obliga a ello. Con motivo de las filtraciones que las últimas semanas vienen publicándose desde algunos medios y no pudiendo guardar silencio por más tiempo,  queremos denunciar una vez más la intolerable presión que, desde esos sectores de la prensa española así como desde la fiscalía y la judicatura del Estado, viene ejerciéndose sobre un ciudadano de Euskal Herria. La gravedad de esta  conculcación de derechos nos apremia a denunciar, con contundencia  pero también serenamente, esta  persecución mediática e institucional  que en nada ayuda a la búsqueda de una solución democrática al secular conflicto político que asola a  Euskal Herria. Denunciamos también el estado de indefensión al que se ve sometido este ciudadano  y hacemos público nuestro afecto y nuestra solidaridad  con él y con sus familiares, amigos y demás allegados. Asimismo, manifestamos nuevamente que continuaremos profundizando en el ilusionante camino que en esta nueva etapa empezamos a desbrozar y reiteramos nuestro compromiso con Euskal Herria. No serán provocaciones como ésta, que forman parte de las viejas recetas represivas del Estado, las que, en absoluto, nos lleven a abandonar la senda que hemos emprendido.
Eskubide guztiak guztientzat !  
Iñaki askatu! Herria zurekin! 
Aurrera FC Barcelona  (Eskubaloia)!
 Aurrera bolie! 
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8. SHIT & TRICKS

Después de subir la  entrada «No hay mejor defensa que un buen ataque»,  cientos de mails y cartas, algunas de ellas adjuntando ropa interior usada,  comenzaron a saturar  mi bandeja del correo y el buzón de mi portal  pidiéndome más cacatrucos sobre qué hacer  cuando a uno le entra un apretón. Curiosamente, muchos de los mails proceden de Plentzia.  Pueden apostar a que son o han sido asiduos clientes del Zuen Etxea, el restaurante que indefectiblemente convierte tu trayecto de vuelta a casa en una  ulisíaca travesía  de sudores fríos y andares a lo John Wayne. Así que la entrada de hoy, para satisfacer la demanda popular, irá dedicada por entero a darles a ustedes un nuevo cacatruco.  Sucia mentira todo. Hoy la cosa va de cacatrucos porque me sale de los cojones. Siéntense en la posición de flor de loto, enciendan incienso en sus casas y, sobre todo,  cierren ya la pestaña del navegador con su web favorita de vídeos cochinos y atiendan al consejo mojonero  de hoy.

A pesar de que va a  cumplirse un año de la entrada en vigor de la  ley antitabaco, la misma gracias a la cual, al llegar a casa de madrugada el fin de semana,  ya no hueles a tabaco sino a sobaca, la  que me impide repetir en los bares  mi performance favorita cuando llevo un buen pedo*, o sea, acercarme a la barra a pedir la ronda con cara de circunstancias mientras, previa  bajada de calzoncillos , sujeto un cigarro encendido en la tronera, tengo que decir que el tabaco es nuestro  mejor aliado en este tipo de situaciones. (Pues sí,  tengo una sana tendencia a sacarme el culo en público y a meterme objetos en él, como cuando intenté sin éxito levantar una botella de vino en medio de la calle haciendo vacío con el esfínter. Así lo atestigua un documento gráfico, lo que pasa es que parezco un travelo meando en un cantón de Malasaña. Ni se me reconoce en la foto, ni nada)

Esta nueva treta la inventé un día volviendo a casa en que, finalmente,  a pesar de no estar muy seguro de si llevaba truco o trato- esto es, si me lo estaba haciendo encima  o sólo llevaba  un pedo cervecero en la recámara-, decidí aflojar el ojal a mitad de camino.  Craso error. Llevar un buen moco es lo que tiene, que tiendes a subestimar el peligro. Sin embargo,  a pesar del trance, se encendió una lamparita en mi cerebro y a partir de ese instante todo fue alborozo. En ese momento de júbilo,  un séquito  de violinistas húngaros flequilludos que tocaban el Aleluya de Haendel, comandados por una pinochetista histérica vestida con abrigo de visón que marcaba el ritmo a cacerolazo limpio y un perro enfermo que dejaba una vomitona en el suelo cada siete pasos**,  me acompañaron hasta el contenedor más cercano, donde puse en práctica la operación de urgencia. Allí mismo, mientras silbaba la línea de bajo de «El último ska de Manolo Rastamán» (que siempre relaja mucho, aunque podéis silbar cualquier otra canción)  y ponía cara de pensar algo profundo (a mí me vale con repasar  mentalmente la tabla del siete, pero pueden ustedes meditar sobre el significado del monolito en «2001 Odisea en el espacio», o lo que sea) , me aflojé el cinturón, me bajé un poco los pantalones y me coloqué unos trujas siguiendo longitudinalmente la línea de separación que marca el trayecto del Río Grande. Como nuevo. Aunque, desde que me pasé al lonchafinismo del tabaco de liar, este cacatruco no tiene sentido para mí,  pues en lo que tardo en liarme tres pitillos podría subir dos veces a un descampado del monte Artxanda y volver a bajar otras dos, e incluso, prepararme un bocata de mortadela para el camino y consultar la web del eguraldi. Si alguno que yo me sé fumara, habría tenido una vuelta a casa más apacible después de haber plantado un pino a las tres de la mañana frente a la librería Goya. Algún listo dirá que para eso te colocas unos kleenex y fin de la historia. ¡Cómo que kleenex! Uno empieza portando unos kleenex en el bolsillo  y  acaba llevando un pintalabios o, lo que es peor, unos condones.

 El resto del trayecto a casa me lo hice tan campante y a mi  llegada me había olvidado completamente del asunto. Menos mal que estaba solo  en casa porque si mi vieja se encuentra al día siguiente en la cesta de la ropa sucia o en la lavadora un calzoncillo con zurrapa y, a él adheridos, unos trujas embadurnados de mierda, se piensa que ha venido mi hermano sin avisar o me regala por mi cumple una subscripción anual a  la revista Zero.
 Si es que le tenía que haber propuesto al difunto Xabier Lete, el cantautor y productor de aquel programa de TVE tan instructivo, «La botica de la abuela», un tío que había demostrado ser un hacha para los negocios, que me produjera en algún canal internacional un espacio entrañable de consejos mojoneros:»Shit & Tricks».
¿Que el post de hoy es una mierda? Pues sí, pero es que esto de escribir idioteces es como salir de fiesta con El Kaiser. Sabes cómo y dónde empiezas, pero un día acabas en «La Mehandrógado» de San Fran y otro te despiertas  en calzoncillos en el sofá de la casa de un matapollos sodomita cuarentón que, como si fuera tu amatxu,  resulta que te ha quitado la ropa mientras estabas muñeco para airearla en el balcón  y luego te echa a la calle porque llega su parienta-tapadera del curro.
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*Ese show que reservaba para ocasiones especiales en realidad es una adaptación más higiénica del que ejecutaba mi amigo The libertarian, que siempre ha sido más de sacarse la cola frente a la barra y dejar el mostrador perdido de meada.
** Elemento de ficción, esto  nunca sucedió realmente. Es simplemente una licencia que utilizo para enfatizar sensaciones. Esos putos magiares nunca aparecen cuando se les necesita. No se pongan así, muchos escritores guacanitos calzan este tipo de elementos constantemente en sus novelas-realismo mágico le llaman a este palo-, y a las marujas new age y a los intelectuales sodomitas les encanta.
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7. HOMENAJE A ESKROTO/GAVILÁN

Recientemente, se han cumplido  ocho años del día en que encontraron muerto al héroe de mi pubertad. No estoy hablando  ni del Che Guevara, que como guerrillero era un chapucero, como gestor un puto desastre y como  político un fanático sanguinario con escaso sentido de la realpolitik,   ni de Julen Guerrero (no, éste sigue vivo), que con esa voz de Piolín tan poco acorde con su corte de pelo, sólo podía arrastrar a quinceañeras y a esas señoras que andan buscando el yerno perfecto.  Eso sí, nunca le agradeceremos lo suficiente haber presentado aquel descacharrante  programa  sobre naturaleza animal en ETB. No nos reíamos ni nada  viéndole  hacer esos forzados ademanes que más bien parecían  piezas de algún tipo de kata japonesa.  Mi héroe era Marco Antonio Sanz de Acedo, más conocido como Eskroto, la voz de los punk-patxaraneros Tijuana in blue, y como El Gavilán, en Kojón Prieto y los Huajolotes, los reyes del Napar-Mex. Aunque en una pared de mi  habitación tenía un póster del primer elepé de Tijuana, el que sacaron a medias con Potato,  a mí los que me ponían los pelos de punta eran Kojón Prieto y los Huajolotes. Gracias a ellos empecé a investigar en el Tex-Mex, el sonido fronterizo en que basaban sus canciones y que ellos adaptaban a su idiosincrasia. Así descubrí a Los Tigres del Norte, a Flaco Jiménez, a Los Alegres de Terán, a Los Pingüinos del Norte, los Texas Tornados etc.
El desgarramantas de Eskroto/El Gavilán era lo que yo entiendo por un tipo gracioso. Le bastaba con abrir la boca  para que me entraran ganas de descojonarme. A mí un tío así me da la hora y ya me estoy meando de risa.
El mote de «Eskroto» se lo pusieron porque, cuando cerraron una emisora libre local, Radio Paraíso de Pamplona, el técnico de sonido guardó y  montó en la habitación de Marco  todo el equipo, y a éste, para sacar nuevo provecho al juguete, le dio por emitir desde su casa una nueva señal pirata a la que llamó  Radio Crótalo-escroto o Radio Escroto-crótalo o algo similar, y de allí que empezaran a llamarle así, Eskroto. Si se  hubieran grabado esas emisiones, pagaría oro por hacerme con ellas, que  eso tenía que ser más entretenido que escuchar las burradas que soltaba Queipo de Llano en Unión Radio Sevilla o los monólogos de la comedia que se marca cada mañana el grandísimo Jiménez Losantos. Lo que no sé es por qué después  pasó a hacerse llamar El Gavilán. Puede que el mote tenga algo que ver con esa vieja canción mexicana de «El gavilán pollero», el temazo con el que el pub Big Ben  anunciaba su cierre, y que decía: «que me sirvan otra copa cantinero sin mi polla yo me muero».
Bueno, pues aquí va este pequeño homenaje a Marco. Ya, ya, por un día que la cosa no va de caca, culo, pedo, mongos o pajas, voy  y me pongo a escribir sobre  un tipo al que llamaban Eskroto. Calma, que en la próxima entrega les prometo a ustedes una buena ración de mierda.
Pero hoy las gracietas no las hago yo, por eso les animo a que vean este vídeo que documenta la visita de  Eskroto y Jimmy, los cantantes de Tijuana, al plató del programa  «Plastic» de TVE. No tiene desperdicio. Atentos a la explicación de «Eskroto» al principio del vídeo, y descojónense con el etílico e hilarante desbarre  del pamplonica. Para mí que no es el único allí que iba más pedo que Alfredo. (PLAY IT LOUD !!!!)
Aquí les cuelgo una rola de Los Tigres del Norte, el grupo que solían escuchar los Tijuana durante los trayectos en furgoneta y en el que se inspiraron para fundar posteriormente Kojón Prieto y los Huajolotes. Este tema,  en concreto, recuerdo que  Kojón Prieto solía destrozarlo en sus caóticos bolos (en los que, en más de una ocasión, El Gavilán se arrancaba cantando una canción mientras el resto del grupo tocaba otra distinta, aunque lo acojonante era que tampoco se notaba demasiado). Basta ya de plática mis cuates, que se me achicopalan ustedes, puritito nervio no más.  ¡Hijos de la rechingada madre de satanás, órale ya,  cabrones !
 
PD: ¡Y no se olviden ustedes de reciclar!
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6. El AMIGO PILOTO INTERMITENTE

Mi tocayo alias T es un tipo como unas insaciable apetito de saber, un enfant terrible, un tipo de esos que te  lanza preguntas que no sabes reponder. También llega a conclusiones extrañísimas a través de impracticables vericuetos mentales. Una vez, mientras desayunábamos en La Tortilla después de una noche de juerga y atribuíamos a  una señal divina el hecho de que hubiese pegatinas de Michael Landon en varios rincones  del bar, no sé cómo, el tío llegó a la conclusión de que cada vez que yo ponía un huevo en el baño de su casa, su madre le regalaba un piso en Torrelavega. En ese momento tuve por bastante juiciosa aquella deducción, aunque ahora mismo no entiendo muy bien por qué. Es nuestro amigo T un tipo hiperactivo también. Prueba de ello es que una vez se metió en un puticlub con unos amigos y como no podía hacer uso de los servicios que allí se ofertaban, en parte, porque por aquel entonces andaba enamorado perdido de su novia y en parte también, porque, por prescripción médica, tenía que mantener su polla en régimen de aislamiento tras una reciente circuncisión, a nuestro amigo, decía, le dio por hacer algo productivo mientras tanto y se metió en el baño del puti para sacar fotos a su nuevo  pito semita. Me acuerdo que un día nos meábamos de la risa en la puerta de un pub  mientras me enseñaba en su móvil  las fotos de su glande inflamado, entretanto la fiscal que se soba*  intentaba meter el cuello para ver qué coño hacíamos (muy propio de una fiscal lo de andar fiscalizando). Otro rasgo distintivo de T es su fijación y aversión hacia los cabezones. Para la posteridad quedaron frases como «¡esa tía qué coño va a estar buena si es cabezona!» o «¿de qué me sonará a mí ese cabezón?». En algún momento llegué a pensar que tal o cual bar, canción  o película  no le gustaban porque eran cabezones, o que su fobia a montar en metro- ésa que le convirtió en el enemigo número uno de los taxistas de Vizcaya por acumular un «simpa» tras otro- se debía a que pensaba que el metro era también cabezón.
 Un ejemplo de su infinito hambre de saber lo tenemos en la historia que me contó un día su amigo de la infancia, el Dr Bustinzaga. Cuando T era pequeño, jugando en el colegio, se escondió en los baños justo en el compartimento que un instante antes había abandonado un chaval al que llamaban D´olores (mote que éste se había ganado porque, según me han contado, le debía de tufar tanto la ropa a baserri que nadie quería colgar en el perchero de clase el abrigo junto al suyo). Cuando T vio la taza del baño, salió espantado del compartimento porque D´olores había dejado allí de regalo unas cacas amarillas. Eso sí que extraño sobremanera a T. Tan marcado le dejó aquel cuadro que muchos años después, en pleno bachiller, cada vez que  se encontraba cara a cara con D´olores, le preguntaba directamente por qué había dejado allí aquel día esas cacas amarillas. Hoy día es casi seguro que a D´olores  no le huele ya la ropa a baserri. Creo que es uno de esos sodomitas endogámicos -ellos y tías que les llamen «cari»,  y no como a nosotros, que nos vale cualquier tía que simplemente nos llame-,  de estos que andan tomando picas entre Pelota y Santa María, que sueñan con convertir el Casco Viejo y Bilbao la Vieja en un pastiche de Chueca (justo cuando a no pocos gaylers de allí el rollito barrio rosa les lleva tiempo aburriendo)  y se descojonan  con el reaccionario  trío humorístico ese que hace gracietas con originalísimos y transgresorísimos  disfraces de …esto…bueno, de chicas (lo último de lo que se disfraza cualquier tío en carnaval, eh). Lo importante y adonde quería llegar: el Dr Bustínzaga y yo, al menos, estamos seguros de que si T hoy mismo, décadas después de aquel día en el colegio, se cruzara en la calle con D´olores, volvería a preguntarle por el asunto de las cacas amarillas. -«Oye tío, ¿tú por qué dejaste aquel día en el baño unas cacas amarillas?»-.
A mí en una ocasión me disparó una de esas preguntas suyas que te hacen sentirte pequeño y te dejan helado el corazón. Todo empezó una noche de fiesta en la que conocimos a dos madrileñas poligoneras de luxe más horteras que merendar Los Tamarises. Aunque,  ahora que me acuerdo, una vez no nos quedamos muy a la zaga. Precisamente, en compañía  de  T y una tercera en discordia, nuestra tocaya a la que llamo la Juani, una tarde pillé  un buen pedal espatarrado sobre el tresillo de la cafetería del  Carlton, con su consiguiente  escandalera. La Juani fue la que peor acabó. Sin decirnos nada, como abducida y con la mirada perdida, se coló  en el salón principal donde se estaba celebrando un banquete de boda. A lo mejor es que simplemente quería sacar partido a su vestido porque ese día la Juani  iba muy elegante. El caso es que nos quedamos un buen rato de fiesta con aquellas dos madrileñas, que eran exactamente iguales: las mismas sandalias plateadas de tacón, el mismo culo melocotonero y el mismo teñido amarillo pollo de polígono. A cierta hora, las dos compañeras decidieron retirarse,  así que los que quedábamos de fiesta les acompañamos hasta el hall del hotel Ercilla. Pues sí, hay que ser hortera para alojarse en el Ercilla salvo que seas un torero o Concha Velasco. Correcto. Llegó el tenso momento de la verdad, el del reparto de juego, pero todo acabó como suelen acabar estas cosas en Bilbao (incluso aunque haya de por medio unas ninfómanas recién salidas de un sanatorio mental azerbaiyano) : las dos madrileñas acabaron durmiendo en su habitación y nosotros en la nuestra. Del hotel fuimos a casa de T. Nos sentamos en el sofá del salón y vimos que nuestro amigo estaba que se subía por las paredes por la oportunidad perdida. Traté de consolarle diciéndole que no pasaba nada, que no era para tanto,  que eran unas pelofritos, que al menos él tenía el teléfono de una de ellas  y que siempre  podría tirar de móvil  en una próxima visita a la capital. Cuando T parecía algo más aliviado, cuando daba la impresión de que había recuperado el ánimo,  me soltó una pregunta que parecía haber sido alumbrada desde  los cimientos del nuevo orden mundial post Muro de Berlín, como en un doloroso parto,  para salir disparada hacia la galaxia más lejana y acabar  perdiéndose en un agujero negro absorbente y engullidor de sesudas controversias metafísicas, de calcetines desparejados y paraguas, de patadas a Hermann Tertsch, de programas fallidos de Antena 3, de terroristas suicidas anunciados por la SER  y de Publio Cordón  Kirk Cameron . Con el timbre de voz de un niño que se ha quedado sin colonias de verano me preguntó: «Ya, pero… ¿Por qué llevan el pelo friiiiiito?». Dentro de los límites de mi mentalidad burguesa,  empezaron a revolotear vaporosas ideas acerca de la querencia de los sectores menos instruidos del  nuevo proletariado, por  el consumo de una estética y  subcultura de inconfundible label norteamericano y otras gaitas encuadrables  en una nueva y dominante cosmovisión social posmarxista que no supe muy bien precisar. (Vaya frase de los cojones). Parte de esa mandanga llegué a cantinflearla vacilante en voz alta, aunque la verdad es que no tenía ni puta idea de qué responderle. Si le haces esa pregunta a un monje tibetano y te manda, antes de ofrecerte una respuesta,  traerle una trompeta de ángel y un molar de tigre de Bengala, no lo dudes, te está timando el muy cabrón porque seguro que tampoco  tiene ni zorra. Eso no lo sabe ni nuestro amigo Zorro, que es capaz de citarte ocho ciudades eslovenas y ocho ríos de Turkmenistán. Pues sí, desde ese día, cincelada en mi cerebro tengo esa pregunta. Aún me parece escuchar  la voz de T dentro de mi puta cabeza.  ¡Joder!  ¿Por qué coño tienen el pelo frito?
Nuestro amigo T nos abandonó para cruzar el charco en busca de un empleo como piloto de aviones. Atrás quedaron esos días insospechados en los que, decaído,  me pegaba  un toque sin más pretensión que dar una vueltilla y en los que luego acabábamos a las tantas con un pedal tremendo. Entre la venganza de Murciazuma y aquello era cuestión de tiempo que acabara con mis huesos en el quirófano. No voy a escurrir el bulto y negar mi responsabilidad en ello porque algo aprendí del asunto de las patucas vinagreras**.  Le deseamos lo mejor y nos alegramos fuera cual fuera su suerte. Esto último es  muy lógico, pues hablamos de un tipo que se presentaba en su puesto de trabajo del aeropuerto la mitad de los turnos matinales de fin de semana,  de resaca, cuando no con una castaña fina filipina. Si lograba el empleo, nos alegraríamos por él, y si no conseguía su propósito, nos alegraríamos igualmente por él y  por  los doscientos virtuales supervivientes, ignorantes de su fortuna, de la que de otro modo sería una  catástrofe segura. No hace mucho me respondió  a un mail anunciándome que de momento  vivía en París, que había encontrado de nuevo el amor y que tenía un buen cacao de idiomas en la mollera. ¡Que sea feliz allá donde esté!
– Nuestro amigo T en el aeropuerto, un día cualquiera
*La fiscal que se soba: una vez conocí a una fiscal que se quedaba sopa siempre en el momento clave: dos veces me dejó con la estaca en la estacada. A  aquella tipa encima se le había metido en la cabeza  que fuera buscarle al juzgado vestido de macarra de salón de billares, manías raras tiene la gente, o que tenía fama de estrecha en ese ecosistema estilo «La ley de Los Ángeles» y pretendía dar a entender a sus compañeros que no era la Señorita Rottenmeier. También se dedicaba a hacerme fotos con el móvil que luego enviaba a no se quién. Caí en la cuenta de que algo no andaba bien cuando la última noche me levanté de la piltra, fui a hurgar en su cocina buscando algo de comida y me di cuenta de que tenía la encimera llena de un buen surtido de pirulas para varios trastornos de la chola. Como me aburría, me quedé allí  ni sé el tiempo leyendo los prospectos, con la esperanza de que de un momento a otro ella se despertase para poder entrar en acción. Ya aburrido, le pillé el móvil,  borré las fotos que me había sacado ( trastear en los móviles ajenos es algo que no se debe hacer, y menos aún si no tienes ni idea, porque yo casi acabo llamando a uno de sus escoltas por error,  pero tampoco creo que esté muy bien eso de sacar y enviar fotos de la gente sin su  permiso, así que ¡Que se joda! ) y por último, me fui a mi casa de madrugada papeándome  por el camino un paquete de galletas que le había mangado de un armario-lo mejor que me comí esa noche-,  confiando en que no me denunciara por hurto. Bueno, nada nuevo bajo el sol, yo y mi natural atracción por las desequilibradas y/o viceversa.
**Asunto de las patucas vinagreras. Hace ya años me regalaron unas zapatillas de estar en casa forradas con borreguito. Por aquel entonces yo compartía habitación con mi hermano y dormía en una cama nido. A las noches, nada más acostarme, empecé a notar un rancio olor a humedad y le dije a mi mis padres que ese jumele  a ensalada mixta tenía que ser cosa de un radiador instalado cerca de mi cama. Mis padres acabaron llamando a un técnico para que  revisase la calefacción y  detectase un posible escape de humedades o lo que fuera. No encontraron nada. Semanas después, caí en la clave del asunto. Aquel olor, como ya estaréis adivinando, procedía de las zapatillas  que yo dejaba junto a la cama, a unos centímetros de mis narices,  antes de acostarme.  Era una peste reconcentrada  a pinrel muy parecida al olor que acababa siempre impregnando esas correas de reloj con cierre de velcro que imitaban un invento de tabla de surf. Yo me imaginaba que allí, dentro de las zapatillas, debía haber una reproducción en miniatura de el Parque de Doñana y de un circo de tres pistas, incluyendo a  esos señores de pelo sucio, barba de tres días, chupa de plástico beige y palillo en la boca, que suelen merodear  por las inmediaciones de cualquier recinto de espectáculos, blandiendo entradas de reventa. De todas formas, ahora que acabo de escribir esta historieta, estoy cayendo  en la cuenta de que no estoy muy seguro de qué coño quería ilustrar con ella.
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5. QUIÉN TE HA VISTO Y QUIÉN TE VE

Tenía preparada en mi puta cabeza una tercera entrega dedicada a los mongos (Mongers & Politics/ Policy & Mongers), en la que enlazaba dos temas fascinantes: los mongos y la política. Pero al final, no lo he acabado de ver. Más o menos, trataba de imaginar una mongocracia y, más concretamente, un caótico parlamento constituido por mongocuota,  con sus bancadas  de bartolines y mongos masturbándose compulsivamente,  arrastrados por su tendencia al mimetismo, mientras los demás chuperretean los micrófonos, hojean el Don Miki o cantan  a pleno pulmón la canción de Bob Esponja y cosas por estilo; y con sus comisiones aprobando, al igual que hacía aquella tan solemne que emitía un veredicto al final del  «¡Qué apostamos!», que se duchase Ana Obregón, o tomando decisiones  más absurdas, como modificaciones del reglamento de la cámara que  hicieran oficial y obligatorio en las sesiones plenarias, llevar en la cabeza un gorro rosa de piscina  con sendos vasos de plástico adheridos a la altura de las orejas. Todo ello,  entre alusiones a asambleas de Izquier-down-ida en las que se les explicaba a los mongomilitantes el concepto marxista de plusvalía, a visitas de Melendi a la mongocámara baja, a un mongo que seguro que espera dar el gran salto a la política y a unos desconocidos y belenestebanescos shares de audiencia  del programa «Parlamento», el soporífero espacio televisivo que ofrece resúmenes de la actualidad parlamentaria en TVE. (¡¡¡Pínchenme los links, copón, que luego es siempre lo mejor!!!)
También iba a contar la anécdota  estúpida sobre  la primera vez que di con mis huesos en el matasanos y me aburría tanto en la habitación de la clínica, que me dio por ponerme un rídiculo pijama rojo con ositos estampados que me había regalado mi tía (¡Qué churro de huelga de hambre iba a montar de Juana Chaos con eso puesto!). De esa guisa,  entré tambaleándome y arrastrando el gotero en la sala de espera  con el pelo echado hacia adelante, dos velas colgando de la nariz, un hilo de baba  bajo la comisura de los labios y la mirada perdida cual personaje de cuadro tenebrista, para el sobresalto de dos viejas que se me quedaron mirando con cara de conmiseración. Hice una buena performance, ni Robert de Niro en Despertares.
Cuando se me ocurrió toda esa castaña, había una coherencia interna que, no sé cómo cojones, me llevaba a  refrendar irremediablemente las hayeckianas  tesis de mi amigo Libertarian. Así visto, era una entrega prometedora, al menos la madrugada del sábado lo parecía, pero después la idea no acababa de funcionar. Como cuando una noche se me ocurrió desarrollar un relato acerca de  dos superhéroes posmodernos, «Proteíno y Mierdaputa», y lo que entonces me pareció que era una genialidad sin parangón,  a la mañana siguiente me pareció un puto mojón sin pies ni cabeza. De todas formas, aunque carezca de un discurso tan bien armado como parecía tenerlo en su momento, valga todo lo anterior como una fallida entrega deconstruida. Visto como han ido las cosas con Mongers & Politics, renuncio a intentar el triple salto mortal de  conjugar política, mongos y rock&roll, que además está bastante trillado.
Ya lo sé, mi amigo Libertarian, te lo había prometido. Pero mi bonhomía no conoce fronteras y, como esos días en los que renuncio a tocarme para que el niño Jesusito no fulmine desde el cielo un gato callejero, lanzándole uno de sus rayos fatales, voy a ser caritativo compensándote con un par de frikeces de esas con las que se te hace el culo pichicola. La entrada de hoy no le va a gustar casi nadie, pero está escrito que cuando a un pastor se le escapa una oveja del rebaño, es su deber ir a buscarla,  aunque sea a costa de abandonar a su suerte a todas las demás. Vete poniendo papel de cocina sobre la silla, amiguete,  que  aquí llega…¡Quien te ha visto y quien te ve!
En realidad, si me dedicara a escribir tonterías periódicamente, esta sería una sección fija, que material para hostiar durante meses a diestro y siniestro no me falta.  Pero,  de lo que aquí se trata, es de ser selectivos y dejar a más de uno  con el culo torcido.
Bueno, ya sabemos que la difunta momia apolillada del rojísimo Haro-Tecglen, el mismo que me hizo perder una semana con su «Niño republicano» (Ed. Alfaguarra)- o sea,  el niño que nunca fue-, el mismito que escribía odas a Stalin desde la columna que le reservaba  El País, resulta que tiempo atrás hacía de plañidera para Primo De Rivera y le lamía el culo a Franco. Pueden verlo también aquí, acompañado de una delegación de la irredenta prensa combativa antifranquista, en esta foto tomada en 1952. Haro-Tecglen es el que está apoyado en el farol sujetando un cigarro. A su derecha está Manuel Aznar Acedo (cualquier parecido con Jose Mari NO es pura coincidencia). Los demás constituían  la plana mayor de la prensa alternativo-rojeras de la época, of course (risas enlatadas).
El caso de la momia no es tan distinto del de Victor Manuel, el presidente del club de la c(z)eja, el cantautor icono  del progresismo patrio. Pues escúchenle aquí abajo cantándole al dictador, que no tiene desperdicio. Toma jitazo de juventud. ¿Cuál era la Cara B, el  «Cara al sol»?
Conocido es también el caso de Hermann Tertsch, el killer de Tele-Espe y el ABC, el que andaba últimamente denunciando  patadas voladoras que nadie parece haber visto, pero que, en su día,  llegó a ser subdirector de El País y-¡al lorete!- miembro del Partido Comunista de Euskadi. (Pueden comprobarlo aquí también)
Su caso nos lleva a otro más conocido, el del ínclito y por nosotros muy admirado- ¡En pie, por favor!- Federico Jimenez Losantos, que abandonó el PCE y la agrupación maoísta Bandera Roja para terminar, tras hacer escala en el Partido Socialista Andaluz,  abrazando el nacional-liberalismo. Pueden verle aquí abajo en la época rojo-jipi y también tocado con una gorra de soldadito  que se trajo de un viaje a China (donde, al parecer,  descubrió la gran mentira del paraíso comunista tras visitar un «campo de reeducación» en el que se cruzó la mirada con una mujer desnutrida).
Como aquí no se libra nadie, habrá que añadir el caso de Juan Luis Cebrian, el firme defensor de  los derechos humanos, aunque – nadie es perfecto-, su periódico, El País, ése del que fue fundador, se dedicara en su día a tapar la mierda infecta del caso GAL (¿Hacen falta links?). Tiene su gracia que quien  se dedica a repartir a diestro y siniestro carnetos de demócrata fuera el mismito que colocaron a dedo como jefe de informativos de RTVE en el tardofranquismo.
Al otro lado del río,  tenemos a  su némesis, Pajota Ramírez. El mismo que se vanagloria de haber destapado el caso GAL, jugando a poner y quitar rey, pero a quien,  en su día, no le dolían prendas en escribir editoriales desde el Diario16 que dirigía, recomendando la caza del tigre y la desratización, fueran cuales fueran los medios. (También aquí)
Eso sí, todo palidece ante el modus operandi de los maestros del doble juego del diario monárquico- y digo bien- El País . Pueden verlo aquí con un asunto menor, o comprobarlo con el affair Berlusconi: mientras por un lado, le clavan alfileres a Il Cavaliere y no dudan en sacar pecho por ello, por el otro, por lo bajini, ni se cortan ni tienen escrúpulos  en engordar el bicho (pueden confirmarlo también aquí). ¡Hay que tener la jeta de cemento armado!
Suele decirse que ha sido el Ejecutivo PSE el primero en acudir a los fastos oficiales del Día de la Hispanidad. No es del todo cierto. Es verdad, literalmente hablando,  que el Gobierno vasco no había estado representado anteriormente en la Fiesta Nacional del 12 de Octubre, porque tal fiesta se instituyó en 1987. Antes, se celebraba un Día de las Fuerzas Armadas. El de 1983 se celebró en Burgos, el 28 de mayo de 1983 y al gran desfile y al homenaje a la bandera asistió el Gobierno vasco, representado por ¡Carlos Garaikoetxea! No comment.
Y ya que estamos en racha, vamos con Joseba Egibar, la reencarnación del viejo aberrianismo del PNV, el buque insignia del sector soberanista de los jeltzales, que, por poner una pildorilla, se desgañitaba para denunciar los abusos del Caso Egunkaria y se manifestaba para pedir la absolución de los procesados,  cuando años antes, él mismo acusó al primer director del Egunkaria, Pello Zubiria,  de haber sido nombrado por ETA.  Lo cuenta S.  González  más detalladamente aquí .
No voy a continuar por no aburrir, aunque, ya he dicho, tengo material para sacar vergüenzas de aquí al 2047. A lo mejor Pablo The Big Man tiene razón cuando me llama «La hemeroteca». Repito que aquí,  de lo que se trata, es de sacar frikeces. Pues vean, vean.
(Pinchen en la imagen de arriba para aumentar el tamaño o véanlo también pinchando aquí)
En esta época, Jimenez Losantos  hacía prácticamente a pachas el periódico con Pajota, el señor dire. El mapa político carecía de emoción: Felipe sacaba votos de debajo de las piedras y, por la diestra, no se veía alternativa posible, con Fraga echándose la gran siesta. Lo intentaron con la operación Roca, que devino en un fiasco de tres pares. Estando así las cosas, Pajota le acabó encasquetando a Fede una sección  de esparcimiento en Diario16, dedicada al mundo rosa. Pues ya ven, allí arriba ni le zurra a la izquierda libegggticida ni a la derecha maricomplejines,  se dedica a escribir sobre la Pantoja, Paquirrín y Alaska entre otros.
Pero si quieren ver una buena frikada, aquí abajo tienen el caso de Carlos Carnicero, el tertulisto filosociata de Radio Euskadi, Punto Radio, Telecinco y TVE,  entre otros medios, y, hasta hace no mucho, sicario de la SER y del portal chungosociata de Sopena, ElPlural.com. En las postrimerías del franquismo, Carlos Carnicero sería más conocido, suponemos, por el sobrenombre de Txarly Harakin. Vean, vean el cartel electoral que he colgado bajo estas lineas. Nuestro amigo Txarly entonces era, nada más y nada menos, que  uno de los capos de una especie de friki-escisión progre-autogestionaria del carlismo tradicionalista.( Amigo Libertarian, espero que hayas colocado otro trozo más de papel de cocina bajo tu culo anarcocapitalista).
Ya sé que lo de hoy, para la mayoría de ustedes, no ha tenido ni puta gracia. Pero yo soy feliz pensando que hay un amigo allí, delante de la pantalla de su ordenador, pasándolo como un enano y riendo entre dientes.
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4. LA VENGANZA DE MURCIAZUMA

La entrada de hoy se la dedico a mi hermana, que va a cumplir cuarenta springs. Mi hermana es la tía más guapa de todo Bilbao pero paso de intentar nada con ella,  primero porque es mi hermana y segundo porque además no estamos en Texas. Es una tipa extraña que tiene miedo a dos cosas fundamentalmente : a caminar cerca de un viejales  por una calle poco transitada porque tiene pánico a que le dé un yuyu y tenga que verse en la obligación de  auxiliarle, y también a cruzarse con gente que conoce porque, como no ve tres en un burro,  le da un palo terrible que  piensen que es una borde por no saludar. Hace poco  coincidió mi hermana con mi amigo G. «Papito» en la habitación de la clínica y desde entonces le tiene un miedo atroz. 
Yo la quiero mucho, aunque sea un pelín bicho. A mi sobrino  el mayor creo que lo ha traumatizado. Cuando éste tenía unos cinco años, mi hermana, su propia madre, le contaba que ella tenía que irse a otra casa a pasar unos días para  atender a otra familia paralela, que a ver qué se había pensado,  que tenía  otro marido e hijos a los que prestar atención. Las caras que ponía el pobre chaval. Es cierto que yo colaboraba  un poquito y le metía el miedo en el cuerpo al niño contándole que le quedaban los últimos días en la familia porque, cosas del gobierno, al cumplir los cuatro o cinco  debía abandonarnos obligatoriamente para encontrar acomodo en otro hogar. También me daba por insultar al pobre crío chillándole que era un  sectario y un masón. Además, me descojonaba de sus orejas desplegadas y cuando me dejaban con él a solas y me aburría, jugaba a colocarle detrás de cada una unos cuantos trujas, como quien hace castillitos de naipes, para comprobar cuántos cigarros era capaz de montar. El que inventó aquel juguete antitembleques del burro Tozudo seguro que era otro hijo de puta, debió inspirarse en algo parecido. Como no he tenido hermanos pequeños me tomaba la venganza con él. Con el otro, el  pequeño, no se puede hacer nada de esto porque es un asilvestrado cabrón con pintas. 
Con mi hermana me lo pasaba pipa de pequeño, aunque me hiciese las típicas putadas de manual de los hermanos mayores, como inmovilizarme sobre suelo  para poder torturarme a gusto  dejando  caer poco a poco sobre mi cara, un hilo asqueroso y denso  de  baba  convenientemente fabricada después de haberse comido un plátano o unas onzas de chocolate. Una vez me hizo esa misma  jugarreta y le rogué que me soltara, que tenía que ir urgentemente al baño, pero como ella no quiso creerme, del desesperado «me meo, por favor, que me meo» pasé al resignado «joooo, me he meado». No todo es maldad en mi hermana. Una vez,  para compensar una apuesta que había perdido con ella, le propuse jugar a un juego de cartas que yo mismo había inventado previamente: » Cuarenta y coge». Como pensaba que las tenía todas conmigo,  hice una apuesta arriesgada. Me atreví a convenir  con ella que el que perdiese se tenía que dejar inflar el culo con una  bomba de hinchar ruedas de bici que teníamos guardada en un cajón. Si seré gilipollas que,  a pesar de haberme inventado el juego, de haber ido añadiendo, quitando y cambiando normas a mi gusto improvisadamente durante el transcurso de la partida,  perdí. Bueno, pues en un alarde de generosidad, ella no se cobró aquella  apuesta. Sin embargo,  alguna vez que otra, hasta hace poco incluso, ella me recuerda mi deuda pendiente.
Salimos del hotel a la mañana siguiente y nos metimos en el coche, pero el botones «Risa floja» venía siguiéndonos. Joe empezó a maniobrar para incorporar el coche a la carretera. Le pregunté, tronchándome,  por qué venía «Risa floja» acechando al otro lado de su puerta si ya habíamos pagado todo. Como siempre, yo  no entendía nada. Joe, sin embargo, sí que lo había entendido perfectamente y, como buen solchaguista,  sabía bien lo que se hacía:  estaba ninguneando al puto «Risa floja» con maestría torera. Mientras  subía  la ventanilla y miraba hacia atrás para desaparcar  el carro, me explicó, aguantándose la risa,  que seguramente venía por su propina.  Probablemente el pesado de «Risa floja» presumía que éramos un par de maricas  con pasta dispuestos a aflojar el bolsillo, pero había topado en hueso porque nosotros no creemos en propinas  Así pusimos rumbo a Murcía. ¡Qué hermosa eres, cacho puta!
Yo llevaba ya años riéndome  del acento murciano a cuenta de los vídeos de  Muchachada nui. Una semana tras otra la pasamos con el «hottia, piho, wevah» por aquí y con el » no sabah» por allá, en la boca. Pues bien,  llegamos a Murcia, estacionamos el coche  donde suelen hacerlo los paletos y otrora lo hacían los etarras , en el parking de El Corte Inglés, y nos dimos un voltio  por la ciudad. Aquello era como un  gigantesco parque temático del chiste, las dependientas de la oficina de turismo, la gente por la calle… ¡En Murcia todo el mundo hablaba con acento murciano! Si es que con eso, por mucho que las instituciones se pongan tirando de presupuesto,  es imposible competir.  Después de un rute  turístico estuvimos buscando un sitio para comer. Dimos unas cuantas vueltas indecisos, desechamos una oferta de lentejas y cerveza por 4 ó 5 lereles (sin acento murciano, que es como  yo leo sus carteles, no como los leén ellos) y finalmente caímos en la pérfida trampa murciana. Todo comenzó cuando  un transeúnte nos recomendó un self-service situado a unas calles de la catedral. Doblamos una esquina y un señor, a la puerta del restaurante, nos sedujo con su refinada estrategia de ingeniería mercadotécnica: una oferta gratuita  de croquetas y zuritos.-«¡Eh, cojáh sin miedah  una cocreta y selvesa que vai´ntráh como rayaaaah!»-. Así  fue como caímos en el sutil enredo murciano:  cogimos de una bandeja que había sobre una mesa junto a la puerta una croqueta y un zurito y entramos en el self-service. Lo tenían todo perfectamente organizado, es posible que incluso aquel aparentemente inocente transeúnte estuviera  implicado en esta  perspicaz argucia. Ríete tú de la trama de Hostel. A mitad de la comida,  el camarero, con aviesas intenciones que en ese momento no alcancé a  captar,  se acercó a nuestra mesa para preguntarnos :» ¿tai comiendah bian shicah?». Joe, que domina cuatro idiomas pero que de murciano anda justillo, me preguntó erradamente por qué nos había llamado chicas el camarero y tuve que traducírselo al castellano. También le instruí con unos términos básicos pero suficientes para desenvolverse por Murcia ( «traaaah», «cuatraaaah», «sincaah», «saaaaai», «eurah», «¿sabah?» etc)   Terminamos de comer y al de unas horas empecé a sentirme fatal de lo mío. No era más que un preludio, ya que los dos o tres días siguientes me los pasé con el ojal como la cafetera del Stabucks. . Así, sospecho,  comenzaron unos achaques que se agravaron en los meses siguientes y que me condujeron finalmente  al quirófano por enésima vez. Después, con más calma,  concluimos que la trampa debía estar en esa tortilla color amarillo parchís que Joe, con buen juicio y a pesar de ser un gran tortillero, había decidido  no probar.
Sin embargo, tengo que decir que yo no les guardo rencor a los murcianos, siempre he asumido como justa y razonable  su venganza. Las gallinas que entran por las que salen, que suele decirse.
 -Vídeo de Muchachada nui con un mix de Mundo viejunos en el que salen murcianos. Ten cuidado si te descojonas con esto. No recibirás una inquietante  llamada teléfonica  a tu casa como preludio de una muerte segura, pero al lorete con visitar Murcia.  
 PD: es por chorradas como  ésta, que decimos «correcto» y es por chorradas como ésta, que decimos «primo». ¡Correcto, primo!
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3. NO HAY MEJOR DEFENSA QUE UN BUEN ATAQUE

Jamás  he comprendido  qué significa exactamente eso de que  «no hay mejor defensa que un buen ataque». Creo que es un adagio atribuido a Napoleón. No me extrañaría, parece una máxima propia de militares, políticos, ejecutivos agresivos, tertulianos de «Sálvame» y entrenadores anticlementistas. Realmente nunca  había  entendido del todo su significado  hasta que Joe y yo llegamos a  Gandía después de chupar carretera todo el día cual Telmo y Luisito. Intentamos pillar un hotel en Valencia ciudad pero como se había organizado no sé qué congreso de energías renovables o alguna vaina por el estilo, todo estaba ocupado (o te salía un ojo de la cara), así que continuamos el camino hasta  Gandía. Al llegar allí nos alojamos en el primer hotel que vimos, un tres estrellas  situado a tomar por saco de la playa,  en un barrio donde no había un blanco por la calle y sólo veías a moros y guacanitos con cresta, bermudas y camiseta tipo imperio y demás  gente a la que sólo te acercarías si se te ha quedado atascado  tu auto de choque después de que suene la bocina. De todas formas, esta región ibérica no me parece un mal sitio para  retirarme como un digno jubileta, tal y como yo he imaginado mis últimos años de vida: dando vueltas a la manzana vestido con un pijama de felpa con dibujitos de  Rantanplán mientras paseo un perro imaginario.

Decidimos meternos en unos chinos que había en la misma calle del hotel, Joe para  comprar crema solar y yo para pillar  unas gafas de sol  de las que te dejan medio ciego en un verano (ya, Valencia no es el mejor lugar para comprarse unas gafas de sol discretas). Entramos en la tienda, yo me detuve frente al  típico tambor giratorio repleto de gafas horrendas  y Joe se adentró hasta el fondo. Mientras hacía rodar el tambor y observaba uno y otro modelo, cada cual más espantoso, una señora entró en la tienda y se paró frente al mostrador,  a unos  cuatro o cinco  metros de mí. Mientras oía  a la señora hablar con el chinorri que regentaba la tienda,  de repente llegó, así, sin previo aviso. Me dio la sensación de que por unos segundos el tiempo se detuvo y que la Tierra había dejado de girar. No me lo podía creer y es que la vieja se tiró un pedo de manual: sonoro, recio, grueso, rotundo, marcial,  más bien  grave y  muy vibrante. Sí, fue un señor cuesco, nada de afrancesadas yufas metrosexuales y traicioneras de intenso olor ácido.  Miré a la vieja alucinado  pero aquí vino lo más interesante. Entonces fue cuando de verdad comprendí el significado del viejo adagio: «no hay mejor defensa que un buen ataque». La muy hija de puta cortó la conversación con el chinorri , giró el cuello  y se me quedó mirando con cara de desprecio, torciendo el morro inquisitorialmente,  cuando todavía podían escucharse las últimas décimas de segundo de ese atronador solo de trompeta ¡Vaya jeta! Yo pensaba que tener la desvergüenza de mirar  a la cara a los testigos de tu propia metedura de pata  era algo que sólo sucedía en familia,  como cuando compartía sin mayor problema mesa y mantel  los domingos con mi ama aunque  la madrugada anterior me hubiese pillado  sopa en el sofá con la mano en el fardo. No sé si conducir es una de ellas, pero es cierto que hay cosas que uno nunca  debería hacer  borracho.
 Vale que en estas cuestiones mi  historial no avale precisamente mi inocencia- aún cae sobre mis espaldas la gesta del increíble cuesco asturiano*-, pero al César lo que es del César. Joe vino en ese momento desde el fondo de la tienda para preguntarme, por las razones aducidas, si aquello procedía me mi portañola. Lógico, no obstante,  ya me hubiera gustado, ya. No soy un tipo envidioso, no me duelen prendas en reconocer el éxito ajeno en aquellas disciplinas en las que destaco. Por otra parte el chinorri, cosas de la  flema oriental, no cambió el gesto- yo creo que estos asiáticos ponen la misma cara estén tristes, serios,  alegres o preocupados, también te lo digo-.
-Joe y yo discutiendo en la tienda del chinorri por una tontería antes de que llegara la vieja 
Vi la luz, quedé tan convencido de que  ya tenía una nueva táctica con la cual enfrentarme a la vida que, durante todo el día siguiente,  varias veces estuve ensayando la misma mirada que me había lanzado  aquella vieja. Ya sabía qué hacer a la hora de  montar  en metro o autobús  o guardar turno  en una sala de espera. Hasta entonces, cuando intuía la llegada de un  apretón,  me limitaba a colocarme al lado del primer viejales que avistase para que, llegado el caso,  nadie sospechase de mí y la gente le encasquetase a él, de modo implícito, el marrón ( nunca mejor dicho ). Una simple táctica defensiva, la del camaleón. Sin embargo, ahora sabía cómo rematar y redondear la jugada: «no hay mejor defensa que un buen ataque». Si es que aprendes más cosas en una tienda de chinos que leyendo a Maquiavelo,  a Sun Tzu o pagando  un Master in Business Administration  de esos. El otro día, empero,  fui a los chinorris de Ajuriaguerra para comprar un paraguas y no sucedió nada. Escogí el típico paraguas plegable modelo señor soso de Bilbao , fui a la caja,  pagué, metí las vueltas con parsimonia en la cartera tratando de arañar, expectante,  unos segundos, a la espera de que empezara a caer  del techo el maná de la sabiduría al ritmo de las voces del coro de monjes del monasterio de Silos y  que  al menos alguien me explicara el «a buenas horas mangas verdes»,  pero nanai de la China. Me fui de allí pensando: no hay sabiduría, pues que os den mucho  por culo.
-Sensei aplicando  la adaptación oriental del  adagio napoleónico 

*La gesta del increíble cuesco asturiano: después de dos días en Asturias poniéndome fino a carne por medio ardite, después de agredir a mi organismo enlazando pitanza tras pitanza, parrillada por aquí y allá, logré recopilar la materia prima suficente para fabricar un pedo de apoteósica  intensidad rayana con el Código Penal. Aquel pedo, a tenor de los comentarios que se cruzaban entre sí quienes lo cataron-unos accidentalmente, otros voluntariamente para comprobar y experimentar su potencia movidos por la curiosidad- debió ser casi sobrehumano. Y digo «debió ser» porque yo, comportándome con falsa modestia, pretendiendo así emular lo que pensaba que debería ser la reacción propia de un genio, desdeñé ser testigo de mi propia obra mientras los demás visitaban una y otra vez la escena del incidente ¡Incluso una hora después de haber cometido esa fechoría podían, al parecer, percibirse sus efectos sin sustancial menoscabo en la intensidad! El cachopo, la morcilla, las chuletas y costillas, el chorizo criollo, y hasta el bocata de escalopines que puso el broche de oro a modo de re-cena,  se transformaron en Dios, Padre y Espíritu Santo y fueron objeto de singular doxología por mis acompañantes. Toda esa chicha orgánicamente procesada dio a luz a un nuevo objeto inaprensible pero no imperceptible por los sentidos, a una nueva y virtuosísima combinación de maximización de sensualidad y minimización de lo material , siguiendo las coordenadas aristotélicas. Puro vapor punzante. Creo sinceramente que son contados los ejemplos en que una creación de origen artificial ha logrado un resultado tan perfecto en lo formal con tan exiguo acogimiento a la materia. Quizá en el ámbito de la poesía y la música puede haberse producido una obra comparable.Sin embargo, sospecho, no estaban mis amigos ante una obra de arte. Sí, creo sincera y humildemente, esta vez sí, que esa conjunción iba más allá de lo que podemos denominar arte. Eran testigos afortunados y partícipes de una nueva Religión.
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2. LOS MONGOS: encuentros en la mongola fase p.2ª

Yo no he vivido  una experiencia  semejante que pudiera explicar mi fascinación por los mongos. Sí recuerdo que una vez, tendría yo unos 18 años, camino al metro de Plentzia y enfilando el paseo después de cruzar  la plaza del Astillero, establecí contacto con uno. Iba caminado tranquilamente cuando pude escuchar a mis espaldas un ruido semejante al del  trote de un caballo. Giré el cuello  y entonces lo vi, era uno de esa especie: un mongo  bajito muy parecido a un chimpancé,  con una chepa muy pronunciada, los brazos larguísimos y un flequillo beatleliano moreno  pegado a la frente y tan recto que parecía cortado con escuadra y cartabón. Miré hacia adelante de nuevo y comencé a aligerar el paso porque me pareció que el mongo me seguía. Sí, me seguía,  podía escuchar el ruido del trote cada vez más cerca de mí. Caminé un poquito más rápido mirando de reojo hacia los lados, pero aquel ruido continuaba  aproximándose inexorablemente: ¡patapún, patapún, patapún! Intenté andar más raudo todavía sin despegar demasiado los pies del suelo, tratando así de evitar  que  la gente de mi alrededor, esos señores con jersey al hombro y esas señoras que lucían bronceado y  vestido de domingo y  que se estaban tomando tranquilamente  el vinito de la tarde sentados en la terraza del bar  o sobre el muro contiguo a la ría,  sospechasen que estaba tratando de huir del mongo. Lo tenía ya en los talones hasta que  finalmente me alcanzó.  Puso una de sus enormes manos en mi nuca,  sentí como si un enorme gancho hiciera una presión invencible sobre mi cuello. Ladeé la cabeza y lo vi de cerca. No recuerdo su cara- al fin y al cabo todos tienen más o menos la misma-  pero sí su lengua ancha y babeante y su flequillo geométricamente perfecto. La fuerza titánica de su brazo me obligaba a doblar mi espalda hasta quedar casi a su altura. Invadido por un intenso terror, sólo pude decirle  «aupi» con la voz quebrada.  Creo que mi cara  era ya un plato de gazpacho. Sales de casa recién duchado y dispuesto para una noche de juerga para que se te cuelgue un mico del cuello. ¿No podía haber sido  una borracha?   Volví a mirar a los lados suplicando que nadie nos estuviese mirando, pero a la vez deseando que,  de haber alguien viendo esa descojonante estampa, ese alguien se apiadara de mí y  pudiera quitármelo  de encima. Me parecía, no descarto que fuera una alteración paranoica de los sentidos provocada por la angustia, que todos esos señorones  estaban allí  mirándome y flipando con la escena, y que nadie quería mover un dedo  para ayudarme. Es lo que sucede cuando confluyen  la democracia cristiana, la  de esos señores,  y la izquierda, bien la socialdemócrata o bien la manuchaoesca, la mía en aquellos días, que, siendo igual de pusilánimes, mientras se sostienen en sus respectivos embudos morales  no resuelven ningún problema acuciante. Pero  ése es otro tema.  Finalmente  pude escuchar a mi espalda el ruido de un silbato. Ese agudo y seco  pitido fue mi salvación y alivio , música angelical. Debía ser, imagino,  el monitor del grupo de mongos que llamaba a la oveja descarriada para que volviese al rebaño. Ésta fue mi experiencia más dura con un mongo.
Ahora que lo recuerdo, hasta hace unos años, vivía puerta con puerta con un vecino mongólico en  Plentzia. El tío se agarraba todos los días unos chuzos  del copón, no perdonaba ni uno. Sus padres,merecedores de  un solar  allá en el Cielo,  iban por los bares del pueblo advirtiendo a los camareros, con escasos resultados,  que hicieran el favor de no sevirle  alcohol a su hijo. Cada vez que coincidía con el vecino mongo en el portal  le veía más pedo que Alfredo, trujas en mano, bufando y sufriendo  lo indecible para subir las escaleras  hasta el cuarto piso (entonces no teníamos ascensor). Casi olvidaba el caso de este vecino y es que yo, más que como un mongo, siempre le he visto como un simple borracho. Imagino que será cosa del alcohol como agente integrador y  socializador. A veces, sentado en el balcón, podía oir al tío llegar a su  casa a las cinco de tarde con una manga acojonante  preguntando por la cena y cómo su santa madre le mandaba a su habitación a dormir la mona. Creo que hace  algunos años que se murió. Una pena, nunca pudo hacer uso del nuevo ascensor.
Cuando tenía unos doce años, sí que solíamos jugar en el patio del colegio con F. pero no estoy seguro del todo de que tuviera retraso mental. Creo que todavía hoy ninguno de los que lo conocimos lo tenemos  claro. Es cierto que tenía unos ligeros rasgos de mongolo, que babeaba mucho, que respiraba con la fuerza de un toro asmático  embravecido  y que siempre tenía un moco colgandero que nos mataba del asco y que a la vez no podíamos dejar de mirar (un arma que le convertía en un eficacísimo defensa central),  aparte de una fuerza del copón y una polla que no le cabía en un vaso de tubo- y que quizá fuese el motivo por el que se le caían siempre los pantalones, no lo sé-. No era un prodigio de la inteligencia, eso seguro , además  ahí estaba el chaval  jugando con nosotros cuando nos sacaba al menos tres años y gastaba ya barba cerrada, pero que fuera un  down en sentido  estricto,  no lo tenemos tan, tan  clarinete. Sus padres, unos señores bien,  trataban de quitárselo de encima y encasquetarlo en cualquier lado, ya fuera  aprovechando su afiliación  al PNV para poder apuntar  a F. en los grupos de excursión de las juventudes del batzoki correspondiente.  Lo que solíamos hacer era echar unas risas mandándole  donde cualquier grupo  de chicas que estuviera  jugando a baloncesto para que sacara a pasear ante sus ojos su verdadero don natural. Con aquella maquiavélica jugada ganábamos todos: ellas tenían el privilegio, no suficientemente apreciado, de poder ver un armatoste que asustaba  al diablo, nosotros nos meábamos de la  risa, nos sentíamos como Göring enviando la  Luftwaffe a arrasar Londres, y a él se le veía tan alegre y  realizado haciendo aquellos molinillos con movimientos pélvicos…  Años más tarde,  cuando nos hicimos mayores y cambiamos el bote-bote en el patio del cole  por el botellón en el que era nuestro cuartel general, una plaza del barrio  situada en  un  recoveco, seguíamos viendo a F. poniéndose hasta la cepa de pirulas y kalimotxo y berreando  canciones de MCD y Los Suaves. Aquello no duró demasiado. La última vez que le vi fue una nochevieja en la que habíamos  alquilado una lonja en Pozas. Toda la noche se la pasó llevando un sombrero de paja y soplando un silbato compulsivamente. Estaba el pobre trastornadísimo, y eso que recuerdo que , según me habían contado, se había tomado unas pirulas que llevaban caballo. El caso es que poco a poco , por efecto de las drogas, dicen,  se hizo  cada vez más retraído. Se debió convertir en  una especie muy singular: se volvió semimongo-esquizo, mongo-semiesquizo, semimongo-semiesquizo o cuarto y mitad de cada o algo por el estilo.  En cualquier caso,  un buen regalo para la ciencia.  Ahí le perdí la pista. Al parecer,  le dijo a todo el mundo que ya no iba a volver a drogarse ni a beber, así que mientras los demás preparaban sus botellas de kalimotxo y compartían sus garimbas, él se sentaba taciturno en la plaza con dos botellas de agua de litro y medio.
Siendo crío, un mañana de verano en Plentzia, tuve una brevísima mongo-experiencia. Íbamos trepando por unas escalerillas atornilladas al muro del puerto Vallejo  («cuanto más joven más viejo», sí, ése) , el hermano de un célebre maki bilbaíno cuya última barrabasada de la que hemos tenido noticia fue  que el día en que la selección española  ganó la Eurocopa, le dio por salir a la calle, bate de béisbol en ristre,  para apalear pokeros en Moyúa, y yo, que iba delante y llegué arriba el primero. Me asomé por el muro e hice la broma de chillar que me tiraba al agua:» ¡Me tiro, me tiro!». En ese momento se asomó un mongolo de edad adulta  imprecisable  con el típico  gorro chominguero-playero de pescador que se unió a mis voz gritando: «¡Me tiro! ¡Me tiro! ¡Me tiro un pedoooo!». Inmediatamente se fue. A mí me dio un ataque de risa pero  ya estaba a salvo. Más putas las pasaron los demás  que, a mitad del tramo de  escalerillas, les flaqueaban las fuerzas por las risotadas y parecían  incapaces de continuar el ascenso. Veni, Vidi, Vinci, un hurra por ese mongolo.
Todo esto me hace pensar que  en esta noble villa  el agua debe estar contaminada, que  la central nuclear  de Lemóniz viene operando furtiva e incontroladamente desde hace años  o que  se ha producido un fenómeno inexplicable como en «El pueblo de los malditos» . Tampoco me olvido de la mongocuota participativa  de todos los años en los concursos de playback en fiestas  ni de ese retrasado adulto con cabeza de pepino que llevaba siempre  una camiseta del Athletic e iba  montado en una bici arrastrando  una manguera atada en la parte trasera, y  a quien A. bautizó con el alias de «El espermatozoide».
Mi último encuentro en la mongola fase tuvo lugar en una oficina. Como consecuencia de algún brillante plan estratégico  buenrollista y yeyé de integración y tal,  diseñado por alguna notable cabeza pensante en nómina del erario público, nos metieron un mongo en el tajo. Como no había nada que hacer, pues  ahí estábamos veinte para archivar un puto  papel -motivo, supongo, por el que ese papel no acababa nunca debidamente archivado-, no había ningún trabajo que encasquetarle a aquel chaval, ni siquiera el más sucio de los mongocurros posibles. Así que el chaval se tiraba la mañana alternando  en el ordenata videos de Scooby-Doo y fotos y vídeos  pornográficos. Una vez me mandaron caparle el ordenador para que no pudiera tener acceso a las cochinadas, razón por la cual  los últimos meses tuvo que conformarse con clicar portadas del interviú y cosas por el estilo que no superaran el nivel de lo erótico festivo. Tampoco se podía quejar porque,  llegada la hora de marcharse a casa,  acostumbraba a despedirse de una compañera de buen ver llenándole la cara de babas, zarandeándola  y arrimándole la cebolleta. De todas formas  pienso que a esta compañera, una birrotxa en una edad crítica, aquello  no le disgustaba todo. «¡Ay, que cariñoso!». Volvemos a lo mismo: un cabrón con pintas es lo que estaba hecho el mongolo aquél. Y eso que una jefa,  quizá aleccionada  por mongoexperiencias anteriores,  le advirtió desde el primer día de  que en el trabajo no nos dábamos besos.
El caso es que el chaval me desquiciaba porque me daba unas murgas tremendas cuando se acercaba a mi mesa. Todo el mundo con la cantinela de  «¡ay el mongo qué bonico!»,  pero a la hora de la verdad no le hacía caso ni el Tato y como debía pensar que yo era la persona más cercana con la que podía identificarse-puede que  con razón- venía a darme la matraca cada dos por tres. Yo le mandaba a tomar por culo y a comprarse casetes de Teresa Rabal cuando no le empujaba directamente. Entonces sí que se marchaba durante un rato pero era inútil, acababa volviendo otra vez  y así un día tras otro. Lo bueno que tenía es que de camino al curro le encajaban casi todos los días todas las promociones que puedan  imaginarse. Venía a primera hora cargado con los periódicos gratuitos , refrescos, yogures, batidos, zumos, hasta una lata de fabada se trajo una vez, así que el hamaiketako me lo hacía de gorra muchas veces.
El problema llegó cuando al mongo  le cazó el director mirando  una cochinada en internet y al muy hijo de puta  le dio por soltar  que yo «no paraba de  ver chicas con el ordenador». Flipé porque yo de toda la vida de dios las guarradas las miro en mi casa y a calzón quitado,  como manda el Señor, que hacer esas cosas en otro lugar ni es sano ni es cristiano. El director, ante aquella mongoexplicación,  se me quedó mirando con un jeto que delataba su pensamiento: «éste es mongo pero seguro que no miente». Como si encima de mongolo no pudiera ser un puto mentiroso. El caso es que me levanté, me dirigí a la mesa del puto mongo y comencé a espetarle que  a ver qué coño decía, que si le habían pillado  tenía que aprender a comerse los marrones y que no estaba bien eso de defenderse mintiendo para desviar la atención. Como creo  que no  entendía una mierda de lo que le estaba contando ( lógico, me fui por las ramas y aderecé  la charleta  con pedagógicas y  abstractas alusiones a la» responsabilidad individual e intransferible» y otras mandangas similares), por último  le advertí que sabía que era él quien  no paraba de mirar guarradas en internet pero que yo,  en cambio,  había mantenido bien cerrado el boquino.  Sentado frente a su ordenador,  apenas yo había tecleado en la barra del buscador la palabra «chicas», se abrió en el historial de Google una primera combinación muy prometedora:»  chicas porno caballo».¡Toma ya! Pinché la sujerencia del historial y resulta que todas las opciones, cada cual más sorprendente,  salían en color morado, o sea, que eran páginas  visitadas  previamente. Luego miré el historial de la semana del navegador y me quedé amarillo mostaza. ¡Toma hardcore! (¿Sabíais que con un pollo  recién decapitado…? Bueno, es igual).  El mongo, viéndose acorralado ante la prueba del kleenex algodón, perdió los nervios e  intentó golpearme y agarrarme con torpes aspavientos. Para defenderme tuve que calzarle  una hostia  en la cabeza con el sello del registro, lo  primero que pillé  a mano. Total,  que al final el chaval se fue  casa con la fecha del día marcada con tinta en su frente y a mí se me llenó de babas la camisa.
El mongo  nos abandonó y semanas más tarde nos informaron de que no sé qué servicio nos había puesto una queja, ignoro exactamente por qué razón. Supongo que como no le dábamos mongotareas neutralizamos, sin quererlo, la implementación de aquel  brillante mongoplán estratégico de mongointegración sociolaboral. De todas formas, no le guardo rencor pero aún hoy mantengo alguna prevención  cuando  comparto funicular en verano con el típico grupo de mongos con gorras horrendas de la Diputación. Claro que  peor lo paso cuando veo en el Fnac hojeando algún libro de Taschen o del puto Chomsky   a esas tías de estética isabelcoixetera con gafas de pasta, flequillo rectilíneo y esa especie de merceditas chinas redonditas de retrasado en los pies. En esos casos sí que siento ganas de vomitar o, directamente, echo en falta tener a mano la goma del butano si escucho de su boca mentar lo mucho que mola Barcelona. Al gulag siberiano de Turujansk te mandaba yo como zek para pasar las vacaciones, hija de puta.
 -Extracto del aporte documental adjunto a la tesis «Mongopedagogía y utilización de la fuerza reglada  como estímulo educacional en los retrasados» (ediciones UD,2010) del ilustre catedrático  Dr. J.B. Bustínzaga 
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