Yo no he vivido una experiencia semejante que pudiera explicar mi fascinación por los mongos. Sí recuerdo que una vez, tendría yo unos 18 años, camino al metro de Plentzia y enfilando el paseo después de cruzar la plaza del Astillero, establecí contacto con uno. Iba caminado tranquilamente cuando pude escuchar a mis espaldas un ruido semejante al del trote de un caballo. Giré el cuello y entonces lo vi, era uno de esa especie: un mongo bajito muy parecido a un chimpancé, con una chepa muy pronunciada, los brazos larguísimos y un flequillo beatleliano moreno pegado a la frente y tan recto que parecía cortado con escuadra y cartabón. Miré hacia adelante de nuevo y comencé a aligerar el paso porque me pareció que el mongo me seguía. Sí, me seguía, podía escuchar el ruido del trote cada vez más cerca de mí. Caminé un poquito más rápido mirando de reojo hacia los lados, pero aquel ruido continuaba aproximándose inexorablemente: ¡patapún, patapún, patapún! Intenté andar más raudo todavía sin despegar demasiado los pies del suelo, tratando así de evitar que la gente de mi alrededor, esos señores con jersey al hombro y esas señoras que lucían bronceado y vestido de domingo y que se estaban tomando tranquilamente el vinito de la tarde sentados en la terraza del bar o sobre el muro contiguo a la ría, sospechasen que estaba tratando de huir del mongo. Lo tenía ya en los talones hasta que finalmente me alcanzó. Puso una de sus enormes manos en mi nuca, sentí como si un enorme gancho hiciera una presión invencible sobre mi cuello. Ladeé la cabeza y lo vi de cerca. No recuerdo su cara- al fin y al cabo todos tienen más o menos la misma- pero sí su lengua ancha y babeante y su flequillo geométricamente perfecto. La fuerza titánica de su brazo me obligaba a doblar mi espalda hasta quedar casi a su altura. Invadido por un intenso terror, sólo pude decirle «aupi» con la voz quebrada. Creo que mi cara era ya un plato de gazpacho. Sales de casa recién duchado y dispuesto para una noche de juerga para que se te cuelgue un mico del cuello. ¿No podía haber sido una borracha? Volví a mirar a los lados suplicando que nadie nos estuviese mirando, pero a la vez deseando que, de haber alguien viendo esa descojonante estampa, ese alguien se apiadara de mí y pudiera quitármelo de encima. Me parecía, no descarto que fuera una alteración paranoica de los sentidos provocada por la angustia, que todos esos señorones estaban allí mirándome y flipando con la escena, y que nadie quería mover un dedo para ayudarme. Es lo que sucede cuando confluyen la democracia cristiana, la de esos señores, y la izquierda, bien la socialdemócrata o bien la manuchaoesca, la mía en aquellos días, que, siendo igual de pusilánimes, mientras se sostienen en sus respectivos embudos morales no resuelven ningún problema acuciante. Pero ése es otro tema. Finalmente pude escuchar a mi espalda el ruido de un silbato. Ese agudo y seco pitido fue mi salvación y alivio , música angelical. Debía ser, imagino, el monitor del grupo de mongos que llamaba a la oveja descarriada para que volviese al rebaño. Ésta fue mi experiencia más dura con un mongo.
Ahora que lo recuerdo, hasta hace unos años, vivía puerta con puerta con un vecino mongólico en Plentzia. El tío se agarraba todos los días unos chuzos del copón, no perdonaba ni uno. Sus padres,merecedores de un solar allá en el Cielo, iban por los bares del pueblo advirtiendo a los camareros, con escasos resultados, que hicieran el favor de no sevirle alcohol a su hijo. Cada vez que coincidía con el vecino mongo en el portal le veía más pedo que Alfredo, trujas en mano, bufando y sufriendo lo indecible para subir las escaleras hasta el cuarto piso (entonces no teníamos ascensor). Casi olvidaba el caso de este vecino y es que yo, más que como un mongo, siempre le he visto como un simple borracho. Imagino que será cosa del alcohol como agente integrador y socializador. A veces, sentado en el balcón, podía oir al tío llegar a su casa a las cinco de tarde con una manga acojonante preguntando por la cena y cómo su santa madre le mandaba a su habitación a dormir la mona. Creo que hace algunos años que se murió. Una pena, nunca pudo hacer uso del nuevo ascensor.
Cuando tenía unos doce años, sí que solíamos jugar en el patio del colegio con F. pero no estoy seguro del todo de que tuviera retraso mental. Creo que todavía hoy ninguno de los que lo conocimos lo tenemos claro. Es cierto que tenía unos ligeros rasgos de mongolo, que babeaba mucho, que respiraba con la fuerza de un toro asmático embravecido y que siempre tenía un moco colgandero que nos mataba del asco y que a la vez no podíamos dejar de mirar (un arma que le convertía en un eficacísimo defensa central), aparte de una fuerza del copón y una polla que no le cabía en un vaso de tubo- y que quizá fuese el motivo por el que se le caían siempre los pantalones, no lo sé-. No era un prodigio de la inteligencia, eso seguro , además ahí estaba el chaval jugando con nosotros cuando nos sacaba al menos tres años y gastaba ya barba cerrada, pero que fuera un down en sentido estricto, no lo tenemos tan, tan clarinete. Sus padres, unos señores bien, trataban de quitárselo de encima y encasquetarlo en cualquier lado, ya fuera aprovechando su afiliación al PNV para poder apuntar a F. en los grupos de excursión de las juventudes del batzoki correspondiente. Lo que solíamos hacer era echar unas risas mandándole donde cualquier grupo de chicas que estuviera jugando a baloncesto para que sacara a pasear ante sus ojos su verdadero don natural. Con aquella maquiavélica jugada ganábamos todos: ellas tenían el privilegio, no suficientemente apreciado, de poder ver un armatoste que asustaba al diablo, nosotros nos meábamos de la risa, nos sentíamos como Göring enviando la Luftwaffe a arrasar Londres, y a él se le veía tan alegre y realizado haciendo aquellos molinillos con movimientos pélvicos… Años más tarde, cuando nos hicimos mayores y cambiamos el bote-bote en el patio del cole por el botellón en el que era nuestro cuartel general, una plaza del barrio situada en un recoveco, seguíamos viendo a F. poniéndose hasta la cepa de pirulas y kalimotxo y berreando canciones de MCD y Los Suaves. Aquello no duró demasiado. La última vez que le vi fue una nochevieja en la que habíamos alquilado una lonja en Pozas. Toda la noche se la pasó llevando un sombrero de paja y soplando un silbato compulsivamente. Estaba el pobre trastornadísimo, y eso que recuerdo que , según me habían contado, se había tomado unas pirulas que llevaban caballo. El caso es que poco a poco , por efecto de las drogas, dicen, se hizo cada vez más retraído. Se debió convertir en una especie muy singular: se volvió semimongo-esquizo, mongo-semiesquizo, semimongo-semiesquizo o cuarto y mitad de cada o algo por el estilo. En cualquier caso, un buen regalo para la ciencia. Ahí le perdí la pista. Al parecer, le dijo a todo el mundo que ya no iba a volver a drogarse ni a beber, así que mientras los demás preparaban sus botellas de kalimotxo y compartían sus garimbas, él se sentaba taciturno en la plaza con dos botellas de agua de litro y medio.
Siendo crío, un mañana de verano en Plentzia, tuve una brevísima mongo-experiencia. Íbamos trepando por unas escalerillas atornilladas al muro del puerto Vallejo («cuanto más joven más viejo», sí, ése) , el hermano de un célebre maki bilbaíno cuya última barrabasada de la que hemos tenido noticia fue que el día en que la selección española ganó la Eurocopa, le dio por salir a la calle, bate de béisbol en ristre, para apalear pokeros en Moyúa, y yo, que iba delante y llegué arriba el primero. Me asomé por el muro e hice la broma de chillar que me tiraba al agua:» ¡Me tiro, me tiro!». En ese momento se asomó un mongolo de edad adulta imprecisable con el típico gorro chominguero-playero de pescador que se unió a mis voz gritando: «¡Me tiro! ¡Me tiro! ¡Me tiro un pedoooo!». Inmediatamente se fue. A mí me dio un ataque de risa pero ya estaba a salvo. Más putas las pasaron los demás que, a mitad del tramo de escalerillas, les flaqueaban las fuerzas por las risotadas y parecían incapaces de continuar el ascenso. Veni, Vidi, Vinci, un hurra por ese mongolo.
Todo esto me hace pensar que en esta noble villa el agua debe estar contaminada, que la central nuclear de Lemóniz viene operando furtiva e incontroladamente desde hace años o que se ha producido un fenómeno inexplicable como en «El pueblo de los malditos» . Tampoco me olvido de la mongocuota participativa de todos los años en los concursos de playback en fiestas ni de ese retrasado adulto con cabeza de pepino que llevaba siempre una camiseta del Athletic e iba montado en una bici arrastrando una manguera atada en la parte trasera, y a quien A. bautizó con el alias de «El espermatozoide».
Mi último encuentro en la mongola fase tuvo lugar en una oficina. Como consecuencia de algún brillante plan estratégico buenrollista y yeyé de integración y tal, diseñado por alguna notable cabeza pensante en nómina del erario público, nos metieron un mongo en el tajo. Como no había nada que hacer, pues ahí estábamos veinte para archivar un puto papel -motivo, supongo, por el que ese papel no acababa nunca debidamente archivado-, no había ningún trabajo que encasquetarle a aquel chaval, ni siquiera el más sucio de los mongocurros posibles. Así que el chaval se tiraba la mañana alternando en el ordenata videos de Scooby-Doo y fotos y vídeos pornográficos. Una vez me mandaron caparle el ordenador para que no pudiera tener acceso a las cochinadas, razón por la cual los últimos meses tuvo que conformarse con clicar portadas del interviú y cosas por el estilo que no superaran el nivel de lo erótico festivo. Tampoco se podía quejar porque, llegada la hora de marcharse a casa, acostumbraba a despedirse de una compañera de buen ver llenándole la cara de babas, zarandeándola y arrimándole la cebolleta. De todas formas pienso que a esta compañera, una birrotxa en una edad crítica, aquello no le disgustaba todo. «¡Ay, que cariñoso!». Volvemos a lo mismo: un cabrón con pintas es lo que estaba hecho el mongolo aquél. Y eso que una jefa, quizá aleccionada por mongoexperiencias anteriores, le advirtió desde el primer día de que en el trabajo no nos dábamos besos.
El caso es que el chaval me desquiciaba porque me daba unas murgas tremendas cuando se acercaba a mi mesa. Todo el mundo con la cantinela de «¡ay el mongo qué bonico!», pero a la hora de la verdad no le hacía caso ni el Tato y como debía pensar que yo era la persona más cercana con la que podía identificarse-puede que con razón- venía a darme la matraca cada dos por tres. Yo le mandaba a tomar por culo y a comprarse casetes de Teresa Rabal cuando no le empujaba directamente. Entonces sí que se marchaba durante un rato pero era inútil, acababa volviendo otra vez y así un día tras otro. Lo bueno que tenía es que de camino al curro le encajaban casi todos los días todas las promociones que puedan imaginarse. Venía a primera hora cargado con los periódicos gratuitos , refrescos, yogures, batidos, zumos, hasta una lata de fabada se trajo una vez, así que el hamaiketako me lo hacía de gorra muchas veces.
El problema llegó cuando al mongo le cazó el director mirando una cochinada en internet y al muy hijo de puta le dio por soltar que yo «no paraba de ver chicas con el ordenador». Flipé porque yo de toda la vida de dios las guarradas las miro en mi casa y a calzón quitado, como manda el Señor, que hacer esas cosas en otro lugar ni es sano ni es cristiano. El director, ante aquella mongoexplicación, se me quedó mirando con un jeto que delataba su pensamiento: «éste es mongo pero seguro que no miente». Como si encima de mongolo no pudiera ser un puto mentiroso. El caso es que me levanté, me dirigí a la mesa del puto mongo y comencé a espetarle que a ver qué coño decía, que si le habían pillado tenía que aprender a comerse los marrones y que no estaba bien eso de defenderse mintiendo para desviar la atención. Como creo que no entendía una mierda de lo que le estaba contando ( lógico, me fui por las ramas y aderecé la charleta con pedagógicas y abstractas alusiones a la» responsabilidad individual e intransferible» y otras mandangas similares), por último le advertí que sabía que era él quien no paraba de mirar guarradas en internet pero que yo, en cambio, había mantenido bien cerrado el boquino. Sentado frente a su ordenador, apenas yo había tecleado en la barra del buscador la palabra «chicas», se abrió en el historial de Google una primera combinación muy prometedora:» chicas porno caballo».¡Toma ya! Pinché la sujerencia del historial y resulta que todas las opciones, cada cual más sorprendente, salían en color morado, o sea, que eran páginas visitadas previamente. Luego miré el historial de la semana del navegador y me quedé amarillo mostaza. ¡Toma hardcore! (¿Sabíais que con un pollo recién decapitado…? Bueno, es igual). El mongo, viéndose acorralado ante la prueba del kleenex algodón, perdió los nervios e intentó golpearme y agarrarme con torpes aspavientos. Para defenderme tuve que calzarle una hostia en la cabeza con el sello del registro, lo primero que pillé a mano. Total, que al final el chaval se fue casa con la fecha del día marcada con tinta en su frente y a mí se me llenó de babas la camisa.
El mongo nos abandonó y semanas más tarde nos informaron de que no sé qué servicio nos había puesto una queja, ignoro exactamente por qué razón. Supongo que como no le dábamos mongotareas neutralizamos, sin quererlo, la implementación de aquel brillante mongoplán estratégico de mongointegración sociolaboral. De todas formas, no le guardo rencor pero aún hoy mantengo alguna prevención cuando comparto funicular en verano con el típico grupo de mongos con gorras horrendas de la Diputación. Claro que peor lo paso cuando veo en el Fnac hojeando algún libro de Taschen o del puto Chomsky a esas tías de estética isabelcoixetera con gafas de pasta, flequillo rectilíneo y esa especie de merceditas chinas redonditas de retrasado en los pies. En esos casos sí que siento ganas de vomitar o, directamente, echo en falta tener a mano la goma del butano si escucho de su boca mentar lo mucho que mola Barcelona. Al gulag siberiano de Turujansk te mandaba yo como zek para pasar las vacaciones, hija de puta.
-Extracto del aporte documental adjunto a la tesis «Mongopedagogía y utilización de la fuerza reglada como estímulo educacional en los retrasados» (ediciones UD,2010) del ilustre catedrático Dr. J.B. Bustínzaga